EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Washington Uranga
El juicio y el fallo condenatorio contra el sacerdote católico Christian Federico von Wernich no puede leerse apenas como una sanción de la sociedad contra un ministro religioso, pretendiendo que el ex capellán de la Policía Bonaerense actuó en forma totalmente aislada y con desconocimiento de sus superiores eclesiásticos. Tampoco sería justo englobar en la sentencia a toda la institución eclesiástica, en cuyo seno también se cobijan algunas de las víctimas del cura represor, de los policías y militares a los que él acompañó y cuyo accionar justificó desde el discurso ideológico y religioso. Lo que el juicio permitió fue echar verdad sobre lo sucedido y probar de acuerdo con las exigencias de la Justicia el hecho innegable de las responsabilidades institucionales de parte de la Iglesia Católica argentina en las violaciones a los derechos humanos.
Se trata de las mismas responsabilidades institucionales que los obispos han tratado de eludir antes y ahora al reafirmar lo dicho por la Comisión Permanente del Episcopado el 8 de marzo de 1995 en un comunicado sobre “la represión violenta durante el gobierno militar”. Entonces sostuvieron y ahora reiteran que “si algún miembro de la Iglesia, cualquiera fuera su condición, hubiera avalado con su recomendación o complicidad alguno de esos hechos (la represión violenta), habría actuado bajo su responsabilidad personal, errando o pecando gravemente contra Dios, la humanidad y su conciencia”. Con la misma intención se recuerda ahora el insuficiente reconocimiento hecho el 8 de septiembre del 2000 en Córdoba, en el marco del Congreso Eucarístico Nacional. En esa ocasión los obispos pidieron perdón “por los silencios responsables y por la participación efectiva de muchos de (sus) tus hijos en tanto desencuentro político, en el atropello a las libertades, en la tortura y la delación, en la persecución política y la intransigencia ideológica, en las luchas y en las guerras, y la muerte absurda que ensangrentaron a nuestro país”.
“La Iglesia no se equivoca, sus hijos sí.” Ese es el razonamiento utilizado por los obispos. Qué decir entonces del obispo Victorio Bonamín, quien siendo pro vicario castrense alentó el golpe de Estado con un interrogante: “¿No querrá Cristo que algún día las Fuerzas Armadas estén más allá de su función?”. Para sostener luego que “el Ejército está expiando la impureza de nuestro país” y que “los militares han sido purificados en el Jordán de la sangre para ponerse al frente de todo el país”. Y la propia Conferencia Episcopal, en un documento del 15 de mayo de 1976, sostenía que “sería errar” contra el bien común si se pretendiera “que los organismos de seguridad actuaran con pureza química de tiempos de paz, mientras corre sangre cada día”.
El presidente de la Conferencia Episcopal en épocas de la dictadura, Adolfo Servando Tortolo, se mostró siempre como un entusiasta defensor del régimen dictatorial y justificó sus métodos de la misma manera que lo hizo el arzobispo de La Plata, Antonio Plaza, o el de San Luis, Juan Laise, para mencionar algunos. La institución de los capellanes militares y policiales, injustificable para muchos desde el punto de vista pastoral, se convirtió en una herramienta ideológico-religiosa para legitimar los atropellos. No hubo en ese momento, y tampoco ahora, asunción institucional de las responsabilidades. Algunos obispos (honrosas y valiosas excepciones como Miguel Hesayne, Esteban de Nevares y Jorge Novak) tuvieron que sufrir el aislamiento de sus pares por su compromiso en defensa de los derechos humanos y por la autocrítica respecto de la acción institucional de la Iglesia sobre el mismo tema.
Lejos de cumplir la misión religiosa que le fue encomendada como capellán, Von Wernich actuó como parte integral de las fuerzas de represión comandadas por el general Ramón Camps. La condena del sacerdote Von Wernich por genocidio constituye probablemente la más grave mancha de Iglesia Católica argentina en toda su historia. Pero de poco servirá si los responsables eclesiásticos no ven esto como una enseñanza dirigida a la institución. Seguramente la sociedad tendría otra imagen de la Iglesia argentina si, recuperando el sentido espiritual de la tradición cristiana sobre la reconciliación, los obispos decidieran recorrer el camino de asumir institucionalmente las culpas, agradecer por la verdad y por la justicia, pedir perdón y procurar la reparación de los daños causados a las víctimas. Ese es, en definitiva, el sentido cristiano de la reconciliación. Muy lejano al que pretendió darle Von Wernich en la intervención final del juicio que lo condenó.
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