EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Sandra Russo
Cuando un militar, cualquiera fuera su rango, desmentía que el Proceso de Reorganización Nacional estaba en realidad reorganizando el país a través de la eliminación sistemática de los opositores, mentía. Obviamente mentía. Desmentir la verdad es mentir. Pero que en este caso no fuera un militar sino un cura hace de esa mentira algo todavía más ruin. Como diría Pessoa, “vil en el sentido exacto de la vileza”.
Esta condena por genocidio que le fue dictada a un cura expresa tantas cosas que es difícil percibirlas todas. Venimos soportando que, en democracia, la Iglesia Católica se inmiscuya en asuntos que no incumben sólo a sus fieles sino además a quienes no tienen la menor gana de escuchar a un cura meterse, por ejemplo, con la sexualidad. Esta condena por genocidio a un cura que la jerarquía de la Iglesia siempre supo quién era y qué había hecho, hace desmoronar como un castillo de arena ya seca, ya áspera, el aparato discursivo moral de la Iglesia Católica, para la que también era mucho más cómoda la teoría de los dos demonios. Bien, desde la condena a Etchecolatz ya lo sabemos. Es la Justicia la que dice que no hubo guerra sucia sino genocidio. ¿Habrán sido los obispos engañados como el resto de la población, que con mucho gusto aceptó ése y otros tantos eufemismos? No es creíble. Lo sabían. Pero esta condena por genocidio a un cura pone en evidencia un silencio inexplicable no ante la feligresía, sino ante sus propias conciencias.
Von Wernich encarna un tipo de mal que está lejos de aquella banalidad que Hannah Arendt percibió entre los verdugos nazis. La maldad de Von Wernich no tiene nada de banal. Cada músculo de su cara, cada palabra que mastica su boca, cada fibra que lo mantiene en pie parecen estar aún detenidas, después de treinta años, en el escalón del odio. El escalón de más abajo. Un escalón más abajo de donde empieza la condición humana. Un escalón menos del que hay que pisar para tener dignidad. Von Wernich pertenece a la extraña estirpe de los lobos que se comen al hombre, los lobos que en los demás no pueden ver sino otros lobos, y se ven compelidos a matarlos. Pero no como un lobo mataría a otro. No es una simple muerte lo que satisface a su estirpe. El y los suyos necesitan del dolor, de la agonía, de la imagen sangrante y desesperada del otro para sentirse a salvo.
Los eufemismos están reventando como piñatas de goma podrida. El pasado no pasó. El pasado no se puede dejar atrás. El pasado nos acompaña en nuestros despertares. El pasado grita porque en él no sólo hay muertos queridos que nunca tuvieron flores, sino también criminales que no pagaron sus crímenes. El pasado ayer pasó un poco. Después de un genocidio, el pasado va pasando solamente con justicia.
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