EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Maria Esperanza Casullo *
Cristina Fernández de Kirchner juró a su cargo, recibió el bastón y la banda de su marido, Néstor Kirchner, e inició su gobierno con una decisión impactante: no leer su discurso de asunción. Así, se inscribió en una tradición de oratoria política que contó en Argentina con grandes exponentes (Perón, Eva, Alfonsín), pero que se pensaba enterrada definitivamente en esta época de soundbites y ghostwriters. Esta decisión implica que la nueva presidenta tiene una dosis grande de autoconfianza (muchos se pondrían muy nerviosos hablando sin red frente a la Asamblea Legislativa y los medios), y también, posiblemente, una idea romántica, fundacional, de la palabra política.
El discurso fue articulado, bien dicho, digno de una tribuna como la Asamblea Legislativa. No anunció, sin embargo, ninguna medida concreta: no habló de planes ni de paquetes de medidas. Sus definiciones fueron más amplias, más generales, más ideológicas en un punto. Más que nada, sus definiciones apuntaron a darse a sí misma una genealogía (o, como diría ella, un “relato”, un relato de sus orígenes, de su pertenencia).
Este relato genealógico se desplegó como una sucesión de círculos concéntricos de pertenencias marcadas fuertemente. La genealogía comienza, claro, con ella, Cristina, argentina, mujer, política. Luego, siempre se refiere a la sociedad política que conforman con Néstor Kirchner, un “nosotros” tan fuerte que Cristina habló repetidamente en primera persona del plural al referirse al gobierno saliente, un gobierno del cual en sentido estricto no formó parte. (La apelación constante a la unidad política del dúo Néstor-Cristina es tan fuerte que debería dar por tierra el repetido temor a que haya un “doble comando” durante su gobierno. No se entiende cómo, si el matrimonio parece una sociedad política casi perfecta.)
La narración continúa y sitúa al matrimonio en una cadena en donde se integran figuras históricas y significantes ideológicos. El discurso sitúa el origen de la cadena genealógica en “nuestros próceres” que son Mariano Moreno, San Martín y Belgrano pero no Sarmiento ni Alem ni Perón; menciona a “nuestros padres trabajadores” y a la escuela y universidad pública, culmina en los “miembros de nuestra generación”, que quisieron cambiar al mundo y hoy intentan, más modestamente (o no) cambiar un país.
Y el relato genealógico guardó menciones muy especiales a Eva (“que lo merecía más que yo, y no pudo”, dijo Cristina, en el único momento del discurso en el que se la vio emocionada) y las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo (“mujeres con pañuelo blanco que se atrevían donde nadie se atrevía”: esta frase suscitó el mayor aplauso de la tarde). Y también se amplió a Latinoamérica, mencionada como “nuestra casa, la América latina, que también es mujer”.
Es una genealogía bastante moderada, que tiene poco de peronismo evidente, y que se esfuerza por marcar ciertos quiebres con los discursos de la derecha neoliberal. Una genealogía que no se encuadra a las narrativas (esa palabra tan de moda) ni de la izquierda ni del populismo clásicos, y que intenta, más bien, inaugurar una nueva vía, la que lleve a un (¿nuevo?) relato al cual la Presidenta ha referido varias veces como “democrático y popular”. Hasta aquí, tenemos un discurso. Para juzgar su consolidación efectiva, habrán de seguirse sus acciones.
* PHD Candidate, Georgetown University. Investigadora, Universidad Nacional de San Martín.
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