EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Mario Wainfeld
El encuentro de la Presidenta con el movimiento vecinal de Gualeguaychú se suma a una seguidilla que bosqueja un nuevo estilo dentro del kirchnerismo. En cuestión de dos meses, acortados por unas breves vacaciones, Cristina Fernández engarzó reuniones con la cúpula episcopal, la conducción de la CGT, la de la CTA, el embajador norteamericano, ahora los asambleístas. Paliques largos que no pusieron fin a los respectivos entuertos pero que ponen en escena novedades en la Casa de Gobierno.
Los invitados no siempre terminan de alegrarse cuando se les abren puertas que estaban cerradas o muy entornadas. A veces el producto final no les “cierra”. Los prelados se quejaron (en la intimidad y en voz muy baja) porque la mandataria oligopolizó el uso de la palabra, esperaban una distribución más equitativa de los tiempos. Los dirigentes de la CTA se embroncaron porque Fernández los hizo hablar primero, en seguidilla, en pos de quedarse con el cierre, retándolos por un temario variado.
Los asambleístas lucieron más conformes que esos precursores pero tampoco salieron pipones. No se llevaron muchas promesas pero tampoco muchos reproches. La Presidenta se contentó con señalarles la inconveniencia de los cortes de ruta y la necesidad de preguntarse a quién benefician.
El saldo de los ciudadanos entrerrianos combinó “satisfacción” por haber sido recibidos, “insatisfacción” por los resultados concretos, según expresó uno de ellos en la consabida rueda de prensa de visitantes en la Casa de Gobierno.
El oficialismo se dio por conforme por el tono respetuoso del intercambio y porque (presume uno de los funcionarios presentes) atisbó que los asambleístas perciben la caducidad del piquete como herramienta, aunque “necesitan alguna justificación fuerte para cambiarla”.
Presuponer que estos cónclaves podrían licuar los conflictos sería atribuirles dotes mágicas. Negarles importancia por su falta de éxito inmediato sería demasiada impaciencia. La disposición presidencial a ir discurriendo, a (literalmente) “poner sobre la mesa” conflictos irresueltos o permanentes es un viraje sugestivo del kirchnerismo. Su real magnitud la medirá el tiempo, de momento es un viraje llamativo en la cultura política del Gobierno.
La presencia, no primeriza, de una organización de la sociedad civil en la Casa de Gobierno es otro viraje, que viene sucediendo desde comienzo del siglo XXI, lo que amerita una reseña veloz.
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Reseña veloz: Durante el gobierno de Eduardo Duhalde se estableció una inédita regla en la Casa Rosada: todo grupo que peticionara en la Plaza de Mayo debía ser recibido por algún funcionario, que debía tomar nota de sus reclamos. Siempre hubo muchos manifestantes en la Plaza, tal vez jamás hubo tantos (y tan variopintos) como en aquellos años: desde ahorristas defraudados hasta desocupados, sin agotar la nómina. La función de la novedad era más bien catártica: el gobierno, desnudo de recursos económicos y anémico de poder, no estaba en condición de satisfacer todos los reclamos, ni la mayoría. Pero sí podía poner la oreja, dar una señal de interés, tomar nota.
En su modo basto, el peronismo gobernante del siglo XXI revisaba una regla de oro de la prehistoria política argentina, esto es de los años inmediatamente anteriores. El menemismo (el anterior peronismo gobernante) había acuñado una visión bien diferente: la protesta social era inocua, inaudible, desechable. Cuando Carlos Menem amenazó “ramal que para, ramal que cierra” expresaba una convicción perversa pero también una correlación de fuerzas. La Alianza, con menos saña y menos fuerza, compartió esa lectura: a la sociedad movilizada, ni justicia.
Desde su inesperado desembarco en la presidencia, Néstor Kirchner acentuó a niveles impresionantes el cambio de paradigma. Como Duhalde leyó el potencial disruptivo de la revuelta ciudadana, que fue un factor determinante para cargarse tres gobiernos al hilo, incluso el de Duhalde. La protesta callejera no fue reprimida (condición sustancial que Duhalde violó sangrientamente en junio de 2002), pero el Gobierno fue más allá. Le reconoció voz y legitimidad, se le abrieron despachos oficiales de modo orgánico, sumó a algunas de sus agrupaciones. Traducido perezosamente como “cooptación” el fenómeno era más amplio, la legitimación del movimiento social. La intención del presidente era, más vale, canalizar esa energía y ponerle dique en proporciones que fueron variando al son de las contingencias.
Así las cosas, desde el año 2000 se incrementa el protagonismo de minorías activas, organizaciones sociales con alta capacidad de movilización, duchas para moverse en el espacio mediático y valoradas por la opinión pública. No es fácil combinar esos factores, pero tampoco imposible. Quien lo consigue accede a un espacio político inimaginable una década atrás. En esa lógica se inscriben actores importantes de estos años, entre ellos el movimiento de desocupados, Juan Carlos Blumberg, los familiares de víctimas de Cromañón, los asambleístas de Gualeguaychú. Esta enumeración, no exhaustiva, no alude a coincidencias ideológicas profundas entre esos nuevos sujetos, pero sí a sus capacidades adquiridas: construir agenda, tener repercusión en la prensa, poder interpelar a las autoridades, incidir en modificaciones legales o de rumbos políticos.
Exagerando apenas (o no exagerando, usted dirá) podría decirse que en conjunto esos movimientos sociales consiguieron más receptividad oficial y lograron más conquistas que el principal partido de oposición durante el mandato de Kirchner, la Unión Cívica Radical.
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Acción directa: Argentinos de clase media, de una agradable ciudad de provincia, presentables y hasta campechanos, los vecinalistas supieron granjearse espacio y legitimidad social en los medios, incluyeron al issue ambiental en la primera plana de los diarios y hasta motivaron novedades en la jurisprudencia de la Corte Suprema. Todo merced a la acción directa, al piquete (denostado cuando lo aplican otros sectores sociales), con llamativo éxito.
Sucesivas acciones oficiales dan cuenta de ese raid: los actos masivos, la declaración de “causa nacional”, la demanda en el Tribunal de La Haya, la incorporación de Romina Piccolotti al gabinete nacional, la relocalización de Ence. El Gobierno condujo, contuvo o se plegó a la revuelta (usted dirá en qué proporciones) sin hacer pie en la negociación con Uruguay que naufraga desde hace demasiado tiempo.
La controversia se afincó en situaciones de hecho. Afincada en ese terreno tuvo un cambio cualitativo cuando, pese a todo, se abrió la planta de la pastera finlandesa. Ese nuevo escenario (adverso a las banderas de máxima que los asambleístas no arrían y que el oficialismo no supo o no pudo matizar) alumbró el mandato de Cristina.
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La tercera pata: El expediente de La Haya avanza a paso cansino hacia una sentencia que muy difícilmente llegue en el 2008. Es casi imposible que la Corte Internacional ordene la destrucción de la planta, aun si se condenara a Uruguay por violación del tratado del río homónimo. Ese porvenir sólo podría alterarse si se probara contaminación sobreviniente.
La nueva situación desnuda el agotamiento del método de la acción directa, que les redituó a los asambleístas en la anterior pantalla. Se diluyó su poder disuasivo, aunque, eso sí, sigue encolerizando al gobierno oriental y a los uruguayos de a pie.
Esa percepción, comentan en el Gobierno, rondó la charla de ayer. Los visitantes propusieron un abanico de acciones diferentes. Una es bastante novedosa, la promoción de acciones ante tribunales europeos por vecinos entrerrianos con nacionalidad comunitaria. Otros tienen su historia y son considerados (con buena lógica) antijurídicos por el Gobierno: restricciones a las exportaciones o al intercambio con Uruguay. Carlos Zannini y Alberto Fernández explicaron los riesgos de esas medidas rupturistas, desaprensivamente instadas en su tiempo por el ex gobernador Jorge Busti.
La reunión derivó en el compromiso de ir eslabonando otras, lo que es una resultante seria y no una frustración como interpretan analistas– movileros ávidos por oler sangre.
En un estadio distinto, en una coyuntura más adversa, los contertulios de ayer tuvieron el tino de honrar la mesa, en vez de patearla. Esa sensatez de cabotaje no será bastante si no se propaga más allá de las fronteras nacionales, una ecuación pendiente que parece indescifrable para los gobiernos argentino y uruguayo.
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