ESPECIALES • SUBNOTA › CUANDO VOLVIMOS A VOTAR > ANTES DE MALVINAS, LOS EXILIADOS SE PREPARABAN PARA UN LARGO DESTIERRO
› Por Luis Bruschtein
Apenas el exilio argentino había terminado de digerir la idea de que por mucho tiempo no habría vuelta al país, que los militares se eternizarían en el poder, que habría que empezar a tomar seriamente la idea de asentarse en el país de exilio y pensar un proyecto de vida como extranjero, cuando se produjo la guerra de Malvinas, el deterioro fulminante de la dictadura y las elecciones.
A nadie en el exilio mexicano se le hubiera ocurrido siquiera imaginar un año atrás que habría elecciones en la Argentina y la consecuente retirada de la dictadura. La primera reacción fue la perplejidad, después la suspicacia y ya en los últimos meses empezaron a pasar por México dirigentes allegados a uno u otro candidato, visitantes cercanos a Hipólito Solari Irigoyen, Vicente Saadi y algún dirigente del PI. En la actitud más relajada de estos visitantes, en su interés por captar adhesiones, se podía adivinar que las elecciones venían menos amañadas, que los militares estaban realmente en la lona y que se abrían perspectivas de retorno a la Argentina y a la democracia.
De todas maneras, la relación entre la política interna y los exiliados tenía sus altibajos. La mayor parte del tiempo, por temor, esa relación se parecía más a la que se tiene con una colonia de leprosos. El que salía afuera y tenía que regresar trataba de tener el menor contacto posible con los exiliados en el exterior, se hacían reuniones privadas y de pocas personas. En los meses previos a la elección de octubre del ’83 eso tendía a cambiar, pero era posible percibir una especie de cargo que pesaba sobre los exiliados por la historia de violencia anterior. Aunque las conversaciones eran francas y la alegría por el inminente retorno a la democracia unificaba, el embrión de la teoría de los dos demonios flotaba en el aire.
Desde el exilio era muy difícil hacerse un cuadro de situación de lo que sucedía aquí. Lo más difícil era calibrar hasta qué punto los militares retenían una cuota de poder, o la existencia de alguna negociación implícita –supuestamente inevitable para los cánones de la política de aquella época– para abrir esa puerta a la sociedad civil. Hasta hacía tan poco tiempo ejercían tanto poder, eran tan inalcanzables, que no se podía medir la profunda crisis que cruzaba a las Fuerzas Armadas después de Malvinas. Estaban destartalados y a la defensiva, pero en el exilio no se lo alcanzaba a visualizar. El proceso político de esos meses funcionaba a mucha más velocidad que el pensamiento a distancia y los escenarios cambiaban antes de que se los entendiera. Y además, los exiliados acababan de enterrar sus fantasías sobre un regreso victorioso o disimulado más o menos inmediato y este resurgimiento de un escenario que mostraba a las Fuerzas Armadas tan desarboladas era poco asimilable.
Es probable que hubiera voluntad de negociar aquí en la Argentina, por el lado de los partidos. Pero no había interlocutor. Ningún sector de las Fuerzas Armadas podía hablar en nombre de todos. Por su inclinación por las amnistías, justo cuando la dictadura se desesperaba infructuosamente por imponerlas, dio la impresión de que Italo Luder, el candidato del PJ, era el que había hecho la peor negociación.
Desde el exilio, el panorama se presentaba bastante cruzado. El discurso sobre los derechos humanos de Raúl Alfonsín era mucho más claro que el de Luder. Pero al mismo tiempo en el telón de fondo del candidato de la UCR ya asomaba en forma más o menos difusa el tema de los dos demonios, que a la mayoría de los exiliados les confirmaba esa condición de apestados. El peronismo, en cambio, no tenía esa relación con el exilio.
En resumen, el tercer candidato, que era Oscar Alende, del PI, tenía buen discurso sobre los derechos humanos y buena relación con los exiliados. El problema era que no estaba entre los ganadores posibles. Entonces la discusión en el exilio era bastante cruzada, no había alineamientos automáticos, salvo el de los pocos radicales que tenían una confianza ciega en Alfonsín. Los peronistas y los exiliados de izquierda estaban divididos entre esas candidaturas, aunque es probable que Alende hubiera ganado allí la elección. De todos modos, había un sector de peronistas que confiaban más en la condición plebeya del movimiento, en la presión popular, que en el discurso de Luder, y lo hubieran votado a pesar de su imagen poco lucida.
Para mérito de Alfonsín, más allá del pequeño grupo de radicales que lo apoyaban en México, debían ser muy pocos los que creyeran realmente que juzgaría a los responsables del horror. No había ningún antecedente en la historia. El escenario más posible que se abría en ese tema era el de una fuerte puja que en algún momento culminara en los juicios. El discurso de Luder cortaba de cuajo esa posibilidad o le daba un piso mucho más bajo.
En esos últimos meses de dictadura, la sensación era que al exilio le quedaba poco tiempo y ya no era tan importante lo que tenía que decir. Todo el juego político se había trasladado al país, y la cabeza de los exiliados estaba más ocupada decidiendo sus situaciones personales. Algunos empezaron a regresar para las elecciones, tranquilizados por sus familiares y amigos. Otros se disponían a hacerlo apenas se fueran los militares del gobierno. Y un sector importante estaba elaborando su radicación definitiva en el extranjero aunque ya no hubiera gobierno militar. Ya se había aflojado ese impulso desesperado que había mantenido durante ocho años la tarea de los núcleos de exiliados más activos en la solidaridad, la denuncia internacional y el debate sobre la historia reciente.
Los encuentros en el COSPA o el CAS –los dos comités argentinos– para discutir las elecciones emanaban un clima de despedida, de fin de ciclo, y menos de decisión política. Porque además –más allá de algunos contactos esporádicos–, ninguna de las fuerzas políticas que se presentaban a elecciones tenía vinculaciones fuertes con el exilio. El protagonismo que había tenido el exilio durante la dictadura, por las limitaciones que existían en el país, se esfumó en pocas semanas por esa inexistencia de puentes. Ya no había más nada que hacer en el exterior. Se podía pensar en quién era el mejor candidato, pero la pregunta que más resonaba era quedarse o regresar.
Quizás por ese motivo, las discusiones –sentadas sobre la íntima ebullición que producían esas decisiones de vida– muchas veces subían de tono y aparecían insospechados peronistas, radicales o alendistas fanáticos. Los actos de campaña se seguían con pasión, pero ya con la pasión del expectador.
La mayoría pensaba que ganaba el peronismo, casi no había dudas porque el exilio tenía la vivencia del país que había dejado años atrás. Cuando ganó la UCR, para los peronistas en general, incluso los que no habían votado a Luder, hubo tristeza por la derrota de un sector popular tras haber sido tan castigado por la dictadura.
Por otro lado, el triunfo de Alfonsín tenía algo de extraño y al mismo tiempo inasible, por lo rupturista con las certezas de otras épocas. Fue desconcertante. Y si no fuera que todo el mundo estaba más preocupado por los precipicios del retorno o del destierro definitivo, se le hubiera prestado más atención. Porque era el primer síntoma fuerte de lo que había cambiado la Argentina. Después de esas elecciones, cuando se fueron los militares, nadie volvió al mismo país, ni siquiera los que se habían quedado aquí.
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