ESPECIALES • SUBNOTA
› Por Adrián Paenza
Año 2000. Día D. Canal 2. Calle Fitz Roy. Estudio Principal. Lanata estaba enfermo y no podía venir al programa. Las presentaciones las habría de hacer yo. Horacio se preparaba para su segmento. Tenía previsto hablar de una nueva denuncia de violación a los derechos humanos, su cruzada personal. En lugar de papeles –como cualquiera de nosotros– él venía con una pequeña agenda electrónica, una suerte de anticipo de lo que hoy sería un I-Pad o algo así. Allí estaba “su” ayudamemoria. Luz roja. Acción.
En lugar de presentarlo y quedarme cerca para hacerle preguntas que le sirvieran de disparadores, decidí contar una anécdota. Yo era profesor de la Cátedra de Análisis I en Exactas, UBA. Dos veces por semana concurrían 800 alumnos a tomar clase, durante cuatro meses. No podía conocer a todos por razones obvias, pero algunos –como en todo grupo– eran los que hacían más preguntas, hablaban más. Miguel era uno de ellos. Pero estaban Laura y Alicia, y Jorge, y Marcelo. Nunca supe el apellido de ninguno de ellos. Pero el día del examen final, inexorablemente todos tenían que entregar su libreta universitaria mientras rendían.
En la mesa en donde estábamos los profesores, estaban esas libretas listas para ser firmadas, planillas para entregar a las autoridades de la facultad, etc. El trámite era así: yo primero firmaba todo y después poníamos la nota. Al final del día, con los exámenes ya corregidos, cada alumno venía a retirar su documento. Laura y Jorge llegaron primeros. Tercero fue Miguel. Miré sus nombres por curiosidad. En la libreta de Miguel el apellido decía: Verbitsky.
“¿Qué relación tenés vos con Horacio?” –le pregunté, teniendo en cuenta que yo trabajaba con él todas las noches en Día D–. Miguel me miró a la cara y me dijo: “Es mi papá”.
–Miguel –insistí–. ¿Cómo no me dijiste nunca nada?
–¿Por qué habría de haberlo hecho? ¿En qué hubiera cambiado nuestra relación?
Nos habíamos pasado cuatro meses de clases sin que Miguel me dijera que era hijo de Horacio ni que Horacio me dijera que un hijo suyo era mi alumno.
Esa anécdota fue la que le conté a Horacio en cámara el día que Lanata estaba enfermo y no había podido venir. Horacio tenía los ojos húmedos. No podía hablar. Yo, casi, tampoco. Por ese día, su segmento había terminado.
Para poder reclamar actitudes éticas desde un diario o desde cualquier tribuna pública, es necesario practicarlas en casa.
Miguel tenía un diez en su libreta. Pero era sólo Análisis I. Horacio no se había dado cuenta, pero le habían puesto un diez en la otra libreta, la de la vida.
Gracias por los 50, Horacio. Es un orgullo conocerte. Te quiero mucho mi querido amigo. Felicitaciones.
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