ESPECIALES
Los tres epílogos
Con “Operación Masacre” Walsh cruzó una frontera definitiva. Ese modelo insuperado para las generaciones posteriores de periodistas es al mismo tiempo una obra maestra de la literatura argentina. En cada edición, Walsh incluyó un epílogo diferente. Unos pocos fragmentos de cada uno revelan sus cambiantes estados de ánimo y opiniones:
1957
Uno de ellos acababa de morir, calzada por medio, a diez metros de distancia. Escuché el grito de terror y soledad que lanzó al caer, cuando la patrulla tomada de sorpresa se replegó momentáneamente. “¡No me dejen solo! ¡Hijos de p’, no me dejen solo!” Sus compañeros tomaron, después, el nido de ametralladora que lo había matado desde una obra en construcción. Pero Bernardino Rodríguez, de 21 años, murió creyendo que sus camaradas, sus amigos, lo abandonaban en la muerte. Y eso me dolió entonces y me sigue doliendo ahora, como tantas cosas inútiles.
En ese momento supe lo que era una revolución, su faz sórdida que nada puede compensar. Y la odié con todas mis fuerzas, a esa revolución. Y, por reflejo, a todas las anteriores, por justas que hayan sido (...) Si hay algo justamente que he procurado suscitar en estas páginas es el horror a las revoluciones, cuyas primeras víctimas son siempre personas inocentes.
1964
Ahora quiero decir lo que he conseguido con este libro, pero principalmente lo que no he conseguido (...) Fue una victoria llegar al esclarecimiento de unos hechos que inicialmente se presentaban confusos, perturbadores, hasta inverosímiles (...) Fue una victoria sobreponerme al miedo que, al principio sobre todo, me atacaba con alguna intensidad (...) En lo demás perdí (...) Aramburu ascendió a Fernández Suárez; no rehabilitó a sus víctimas. Frondizi tuvo en sus manos un ejemplar dedicado de este libro: ascendió a Aramburu. Creo que después ya no me interesó. En 1957 dije con grandilocuencia: “Este caso está en pie, y seguirá en pie todo el tiempo que sea necesario, meses o años”. De esa frase culpable pido retractarme. Este caso ya no está en pie, es apenas un fragmento de historia, este caso está muerto (...) Hay otro fracaso todavía. Cuando escribí esta historia yo tenía treinta años. Hacía diez que estaba en el periodismo. De golpe me pareció comprender que todo lo que había hecho antes no tenía nada que ver con una cierta idea del periodismo que me había ido forjando en todo ese tiempo, y que esto sí –esa búsqueda a todo riesgo, ese testimonio de lo más escondido y doloroso– tenía que ver, encajaba en esa idea. Amparado en semejante ocurrencia, investigué y escribí en seguida otra historia oculta, la del Caso Satanowsky. Fue más ruidosa, pero el resultado fue el mismo: los muertos, bien muertos, y los asesinos probados, pero sueltos.
Entonces me pregunté si valía la pena, si lo que yo perseguía no era una quimera, si la sociedad en que uno vive necesita realmente enterarse de cosas como éstas. Aún no tengo una respuesta. Se comprenderá, de todas maneras, que haya perdido algunas ilusiones, la ilusión en la justicia, en la reparación, en la democracia, en todas esas palabras, y finalmente en lo que una vez fue mi oficio, y ya no lo es.
Releo la historia que ustedes han leído. Hay frases enteras que me molestan, pienso con fastidio que ahora la escribiría mejor. ¿La escribiría?.
1969
Las generalizaciones que siguen no podrán ser tachadas de impacientes.
Hoy se puede ir ordenadamente de menor a mayor y perfeccionar, a la luz del asesinato, el retrato de la oligarquía dominante (...) Las torturas y asesinatos que precedieron y sucedieron a la masacre de 1956 son episodios característicos, inevitables y no anecdóticos de la lucha de clases en la Argentina (...) Dentro del sistema, no hay justicia.
Otros autores vienen trazando una imagen cada vez más afinada de esa oligarquía, dominante frente a los argentinos, y dominada frente al extranjero. Que esa clase esté temperamentalmente inclinada al asesinato es una connotación importante, que deberá tenerse en cuenta cada vez que se encare la lucha contra ella. No para duplicar sus hazañas, sino para no dejarse conmover por las sagradas ideas, los sagrados principios y, en general, las bellas almas de los verdugos.