ESPECIALES • SUBNOTA
› Por Marcos Novaro *
La Semana Santa de 1987 significó el fracaso de una política de enjuiciamiento acotado y subordinación de las Fuerzas Armadas a las normas constitucionales que el gobierno de Alfonsín encaró como una de las tareas fundamentales para la consolidación democrática. En esto probablemente haya pleno acuerdo hoy en día. Pero no lo hay en cambio en las razones de ese fracaso: ¿había querido ir demasiado lejos, no había frenado a tiempo los juicios y pagó por tanto un costo excesivo por no haber evitado una rebelión que debió saber se produciría y no podría reprimir?, ¿o todo lo contrario, fue demasiado tímido desde un comienzo, debió avanzar más decididamente en retiros, juicios y reformas cuando pudo hacerlo y, en cambio, quiso aplacar a militares irreductiblemente autoritarios, que estaban por otro lado suficientemente debilitados como para hacer factible, además de necesaria, una justicia más amplia?
Lo curioso es que los dichos del propio Alfonsín y de sus seguidores, en aquel momento y hasta el día de hoy, abonan la confusión, porque sostienen dos explicaciones en apariencia contradictorias entre sí para justificar el desenlace de la crisis: la que alude a que la obediencia debida estaba ya desde un comienzo prevista en su política de juicios (dando a entender que debió haberse establecido antes) y la que sostiene que la rebelión nos colocó frente al peligro de un golpe, o una confrontación armada de impredecibles consecuencias, que no dejaba más salida que ceder (no importa demasiado, a este respecto, si ya antes de la rebelión se había decidido dar ese paso), sacrificando la justicia y las convicciones morales por la supervivencia de la democracia y la paz.
Tal vez ambos argumentos no sean tan contradictorios como parecen, porque lo cierto es que Alfonsín se vio envuelto desde un comienzo en este terreno en una compleja trama de actores y factores, cuya evolución era muy difícil de controlar y más aún de anticipar. Y fue ajustando como pudo su estrategia a las reacciones que despertaba cada uno de sus pasos. Dado que eran muchos, demasiados, los uniformados que habían participado en alguna medida de la represión ilegal, que por más debilitada que estuviera la corporación militar, conservaba como único punto de acuerdo interno la reivindicación de “lo actuado” y, estando buena parte de los implicados en actividad, perdidos por perdidos, podían hacer mucho daño al orden institucional, los juicios se concibieron desde un comienzo para lograr el respeto futuro de la ley y los derechos, más que para castigar retributivamente. Por otro lado, siendo que no existía una demanda civil mayoritaria a favor de una justicia exhaustiva, pero librada a su suerte la demanda existente no tardarían en multiplicarse las causas presentadas por particulares en todos los tribunales del país, y era de esperar que éstos respondieran con criterios de lo más diversos y tiempos muy laxos, complicando enormemente la cuestión y prolongándola más allá de lo soportable para la estabilidad institucional, y dado que a la vez debía asegurarse la legitimidad y limpieza procedimental de los juicios, evitando se los considerara “políticos”, la solución fue imponer criterios centralizados y uniformes, pero aceptando la autonomía parlamentaria y judicial. Sucedió de todos modos que esa estrategia de buscar equilibrios y “mover y ver”, a medida que avanzaba abría más interrogantes de los que cerraba, y mientras que en un comienzo el gobierno fortaleció un consenso “moderado” y forzó a gran parte de los actores a aceptar su solución como la menos mala, sus propios pasos fueron radicalizando las expectativas hacia un extremo y el otro y su política perdió credibilidad tanto para los demandantes de justicia como para los militares. El problema de la “solución” de Semana Santa fue, en este sentido, que alentó un juego ya fuera de control del gobierno: los militares advirtieron que podían conseguir más extorsionándolo, y siguieron indisciplinándose, mientras que los organismos de derechos humanos, jueces comprometidos y sectores afines extremaron la impugnación moral de la política oficial.
Con todo, la crítica retrospectiva sobre esa “solución” no está libre de dificultades. También ella se mueve en un terreno ambiguo: relativiza la amenaza de golpe, dando demasiado rápidamente por supuesto que juicios más amplios hubieran debilitado la capacidad de presión y amenaza de los militares, y cuestiona la traición moral inherente a una limitación de los juicios que, en 1983, para el grueso de la opinión progresista, había sido a lo más que se podía aspirar, mientras que el resto (el peronismo, la Iglesia, los sindicatos, etc.), lo estimaba inalcanzable o indeseable; y todavía en 1987 la gran mayoría consideró un disgusto inevitable (y fue así que sólo una minoría se movilizó y votó contra ella, mientras los radicales se alineaban y los peronistas dejaban hacer).
En esas críticas retrospectivas, el carácter dilemático y dramático de la cuestión otorga particular intensidad a un ánimo revisionista que es ya una marca de identidad de nuestra habitual forma de pensar la historia: dicho ánimo nos lleva a imaginar que nuestro pasado está lleno de oportunidades perdidas, que por perversión, error o una mezcla de ambos, los protagonistas de la historia nos escamotearon. Gracias a esta disposición nos volvemos increíblemente propensos a fantasear con argumentos contrafácticos: “Si Alfonsín hubiera enviado a la Justicia civil desde un comienzo a todos o un buen número de responsables, no hubieran podido rebelarse y todo hubiera salido bien”; “si hubiera dictado la obediencia debida después de los juicios a los ex comandantes nos hubiéramos ahorrado las rebeliones y hasta se hubiera evitado o morigerado el deterioro final de su autoridad”; “si mandaba a la policía a reprimir a los sublevados o a los civiles movilizados a entrar a los cuarteles la rebelión se derrumbaba”. Los ejercicios contrafácticos pueden ser de gran interés y utilidad para entender procesos históricos, pero cuando están influenciados por el ánimo revisionista al que nos referimos, tienden en cambio a producir falacias argumentativas, en las que se supone los actores debían haber sabido algo que no podían siquiera imaginar (o peor aún, debían haber actuado como si fueran otros de los que eran, en otro contexto), y arbitrariamente se desestiman factores o contingencias que desmentirían las cadenas causales que damos por supuestas. Es imposible saber cuánto mejor hubieran sido los resultados de haber seguido Alfonsín alguno de esos cursos alternativos de acción. Tampoco podemos saber con certeza cuántos males se evitaron con las decisiones concretamente adoptadas. Pero si es oportuno considerar lo primero también lo es hacer lugar a lo segundo.
* Director del programa de Historia Política de la UBA. Autor de Historia de la Argentina Contemporánea (Edhasa, 2006).
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