ESPECIALES • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
“Cuando yo uso una palabra –dijo Humpty Dumpty con algo de desprecio– significa lo que me da la gana que signifique, ni más ni menos.”
“El problema –dijo Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen cosas diferentes.”
“El problema –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién manda. Eso es todo.”
Lewis Carroll
“Alicia a través del espejo”.
Era domingo de Pascua y había (ponderaron los entusiastas) cien mil personas rebasando la Plaza de Mayo. Negociemos, supongamos que fueran 60 o 70.000, una convocatoria formidable máxime en un súper feriado, además potenciada por su composición. Militantes de partidos populares, el radicalismo oficialista y la flor y nata de la oposición, personas sueltas. La república estaba en riesgo, dijo Raúl Alfonsín; muchos querían creerle, darle una mano. Tal era el capital político del presidente a tres años largos de haber asumido. Cuesta entenderlo ahora.
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Los medios electrónicos transitaban, sin saberlo, el fin de un estadio cuasi artesanal. Muchos eran estatales, no había TV en cable y su aparataje técnico era, comparado con el actual, paleozoico. Desde esa base, los medios convocaron. La tele oficial propaló un mensaje digno de entrar en la historia: “Apague el televisor y vaya a la Plaza”. Seguramente ni hacía falta, muchos marcharon convencidos para trasfundir fuerza al gobierno, para escuchar la palabra del presidente.
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Había ganado las elecciones parlamentarias de 1985 y la consulta popular sobre el Canal de Beagle. Todavía maquinaba la conformación de un tercer movimiento histórico, sus pretensiones eran inmensas. El sociólogo Oscar Landi las recordó entonces, en una nota luminosa publicada en la revista-libro Unidos. Enumeraba que Alfonsín convertía cada elección en un plebiscito sobre su persona, que arrumbaba a su oposición a la derecha, que cooptaba dirigentes e intervenía en otras fuerzas. En suma, que no se conformaba con que su partido fuese predominante a fuerza de tener más votos, sino que buscaba “la formación de un sistema de poder donde sólo existe lo que está dentro de él o negocia con él”. Cualquier semejanza con realidades más recientes, queda a consideración del lector.
Volvamos al pasado. El hombre era el sol del sistema político.
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Casi todos los dirigentes con votos orbitaron en esas horas en su derredor. José Luis Manzano, un joven sobresaliente, le propinó un beso, a la vista de todos en el balcón. Adelina D’Alessio de Viola, una cheta emergente, hizo de copiloto al chofer César Jaroslavsy para ir por los insurrectos.
Era quien le daba sentido a las palabras. Los peronistas, que se reconvertían para ser competitivos, eligieron para apodarse la palabra “Renovación”. Tomaban el nombre del movimiento interno de su adversario en el radicalismo.
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Para ese otoño el envión de Alfonsín había cesado, había tropezado con un país distinto al que pensó. La economía le era un arcano, había subestimado el peso de la deuda externa. No se daba maña para levantar las persianas de las fábricas. Con la democracia no bastaba para vivir, comer, educar y sanar.
Su política de derechos humanos había incurrido en varios virajes, ajenos o contrarios a su voluntad. La Conadep fue más allá de lo que esperaba. La sentencia contra los comandantes no cerró el círculo, sino que instó nuevas investigaciones. La abdicante ley de punto final, que buscaba domesticar a los fiscales, obró el efecto inverso. Y, muy cardinalmente, las Fuerzas Armadas no aceptaron purgarse ni juzgar a algunos de sus integrantes ni autocriticarse.
Con intuición fenomenal, el presidente promovió las investigaciones sobre los crímenes de lesa humanidad. Con un sentido conservador, quiso encajonar las energías que había liberado, pero éstas eran superiores a sus previsiones, a sus fuerzas y a sus ambiciones.
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Entonces, dijo “Felices Pascuas” y aludió a los “héroes de Malvinas”. Todo era discordante surgiendo de su boca, la que enarbolaba el Preámbulo. Había canjeado, redondeó Landi, impunidad a cambio de la no realización de un golpe de Estado. La impunidad era, vaya si fue, un dato. El golpe era virtual, opinable, la timidez de la elite de gobierno distorsionó su perspectiva. Nadie puede confiar (viendo lo que hicieron en las décadas siguientes) en la templanza, la lucidez y el coraje de los decisores, el presidente, sus ministros, sus espadas parlamentarias.
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La ley de obediencia debida tuvo el mismo sino que otras decisiones del gobierno. La propuesta oficial, insostenible éticamente, establecía un corte por rango militar sin considerar las responsabilidades individuales en la comisión de los delitos, ni la gravedad de éstos. Hubo un cambio sustantivo en el Senado, lo promovió Elías Sapag, del Movimiento Popular Neuquino. Se excluyeron de la obediencia debida los crímenes atroces y aberrantes. Otra vez se agrietaba un dique urdido por el gobierno.
La hendija sería explorada con consistencia y rigor jurídico por los organismos de derechos humanos. Por ahí se fue derruyendo la impunidad que Alfonsín consagró con discurso escondedor y culposo. Carlos Menem redondearía el círculo con la impiedad propia del converso.
¿Qué hubieran hecho los resistentes sin la hendija legal? No se hubieran rendido, eso es seguro.
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La palabra presidencial se resquebrajó. Las elecciones de gobernadores y legisladores, pocos meses después, corroboraron que la primacía alfonsinista había terminado.
¿Qué hubiera pasado sin Semana Santa? ¿Acaso el péndulo no empezaba a revertir a la otra variable del bipartidismo? Seguramente, pero todo induce a imaginar un vaivén más pausado. Además, los guarismos electorales no hubieran tenido una lectura moral, lapidaria. El presidente falseó su palabra. El, que había recuperado el valor del verbo, macaneó en pos de un empate mezquino, improbable. Pagaría por eso. El doble discurso fue castigado en las urnas, como le sucediera a Arturo Frondizi. Carlos Menem sería inmune a esa maldición, pocos años después. Mintió, confesó y fue reelecto.
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Una pregunta inquieta al cronista, que marchó con pasión a esa plaza, como tantos. ¿Hubiera obrado igual Alfonsín de saber todo lo que significaron su retroceso y el triste modo en que lo presentó? Quizá ni el protagonista pueda responder acabadamente. Sigue en operaciones y defiende lo que hizo. Pero, además, cada uno reescribe su crónica, la reversiona, la acomoda según pasan los años. Si se le pregunta si se arrepiente de alguna acción u omisión en su gobierno (el cronista lo hizo, años después, ya volcado a la profesión de periodista), el ex presidente elige no haber mudado la Capital a Viedma.
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Alfonsín nunca volvió a ser el mismo, su partido tampoco. La conflictividad de la sociedad argentina, lo cerril de sus poderes fácticos le habían pasado por encima. La narrativa de la república perdida como causa removible de las desdichas nacionales (un mito fundacional que perduró casi un lustro) fue herida en su línea de flotación.
La movilización oficialista tuvo su canto del cisne. En los siguientes 20 años jamás se congregaría una multitud similar en apoyo a gobierno alguno.
La posmodernidad y el neoconservadurismo esperaban su hora. Y, aunque los autores de la defección creían haber clausurado la historia, comenzaba la formidable recuperación de la bandera de los derechos humanos, casi desde cero.
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