ESPECIALES • SUBNOTA
› Por Horacio Gonzalez *
Como golpe de Estado, el de Semana Santa de 1987 sonaba raro. En 1930 y en 1943 habían salido tropas de Campo de Mayo. El destino era la Casa Rosada. En el primer caso avanzaron por avenida Rivadavia. En el segundo, por Avenida del Libertador. Ahora era Alfonsín el que tomaba el helicóptero para ir a la caverna platónica del siglo XX argentino, ese Campo de Marte cercano a la ciudad, donde los uniformados no se contentaban con lo que decían ver, las sombras de las sombras de la sociedad, pues ahora sentían la ansiedad de salir para gobernarlas. Los que ese día estábamos en la Plaza de Mayo vimos partir el helicóptero de Alfonsín haciendo el itinerario inverso al de Uriburu o al de Avalos.
Pero la conjunción techo-de-casa-rosada y helicóptero-presidencial infundía miedo y respeto. Secuencias enteras de la historia reciente del país podían reflejarse allí. En la plaza, en medio de cochecitos de bebé, vasitos de plástico y una muchedumbre un tanto dominguera –pero enérgica, memoriosa, valiente en su uso tranquilo de la plaza–, esperamos que volviera el presidente. ¿Podría ese hombre de bigote entonces renegrido y orador entusiasta, puño cerrado a la altura de la cintura, retornar victorioso de una negociación con los sublevados? Esos hombres se habían pintado la cara, significando la guerra, hijos oscuros de su propia pasión evocativa. Ponían así otra cuota de alteración en los golpismos de antaño. Onganía y luego Videla no dieron golpes con el rostro embetunado –así comenzó a decirse– pues los de ellos, decían, eran golpes salvíficos, concebidos con lozanía.
Tan aciagos como lo fueron, ellos habían estudiado, hecho planes, puesto banderillas en mesas de arena, cronometrado los relojes, escrito comunicados y soflamas; hubo locutores oficiales de voz granulada. Todo era claro y nefasto. Pero ahora, esos rostros crispados con resentimiento en sus artísticas pomadas de guerra tocaban algunas cuerdas recónditas de la Argentina; a tanto se atrevían, pues planteaban un problema conceptual que –es verdad– era un debate con el andamiaje legal que condenaba a los represores del Proceso (pero aquellos que se llamaron así, ¿por qué iban a ocultar el rostro? Ese nombre, proceso, era diurno para aludir a lo nocturno). Pero los impenitentes de la guerra de noche ponían también en la conversación negociada la cuestión Malvinas, el papel de los cuadros medios militares que querían balbucear la última nota de orgullo de un cuerpo militar despojado de palabras. Precisaban marketing para un ejército desmantelado y autodesmantelado. Por eso la sobreabundancia de signos, la insinuación del combate, un tufillo a OAS, a general Salam, al Carl Schmidt –si lo hubieran leído– de la teoría del partisano.
Por eso se quedaron a esperar en el Campo: no es que no fuera un golpe de Estado. Pero in situ, ideológico totalmente, entintado de oscuro, dado por los últimos oficiales doctrinarios –o que suponían serlo–, y que habían tenido distintos tipos de relación con la guerra sucia, pero que en el remolino de aguas servidas de la historia militar argentina eran atraídos por aquellas fuerzas nocturnas, el combate en las penumbras. Alfonsín fue entonces hacia allí, de la ciudad al campo, de plaza mayo a campo mayo, en su gran oportunidad. Y al volver, al salir, al discursear en el balcón, parecía que iba a deletrear por fin la escena del triunfo, la vindicta sobre la historia anterior percudida y oscura. Ir a Campo de Mayo e invertir la ecuación, entrar a la caverna y llevar allí la imagen por fin verdadera de la sociedad argentina.
Parecía fácil, aunque en ese momento nadie lo creyó así. ¿Pero quién podría resistirse a la tentación de un anuncio feliz? Cerrar una agitación lúgubre con un saludo conmemorativo. No se puede decir que Alfonsín no haya sido sinóptico: Felices Pascuas, Casa en Orden, Héroes de Malvinas. Los dioses del hogar y la patria. Se equivocaba, pero fue una gran equivocación. No fue un mal discurso, intentó ser verdadero, sólo que la acumulación de nombres y arquetipos resultaba fuera de lugar. O entonces, falsa. Las piezas de lo dicho eran los mosaicos de una homilía de púlpito al aire libre en una tarde soleada. Discurso preciso y meditado –en el helicóptero, pero meditado–, con una falla inicial, imperdonable. Residía en ese rápido intento de sustraernos tan rápidamente del escalofrío que nos había hecho ir a la plaza y volver con una tranquilidad ilusa.
Ese saludo ritual ahora se sobreimprime a nuestras cautas festividades pascuales, en lo que parece la Frase Irónica por excelencia. De esta manera, Alfonsín propuso un mal uso para un estereotipo costumbrista. Poco antes le había ido bien con la Oración Laica, recitando la Constitución. Pero le faltaba saber que la felicidad –de módico laicismo o de rutinas del santoral–, lo que se dice la felicidad, no existía en la política argentina. Miles y miles lo sabíamos. Ese día precisábamos otro saludo.
* Sociólogo.
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