ESPECTáCULOS › EL CINE DE LOS MARGENES EN EL FESTIVAL DE TORONTO
Ensayos sobre el desarraigo
El nuevo film de Stephen Frears y dos obras poco habituales, una africana y otra tailandesa, dan una acabada idea de la pluralidad que caracteriza al cine de la muestra canadiense.
Por Luciano Monteagudo
Por un lado, en la tapa de todos los diarios canadienses retumban cada vez más fuerte los tambores de guerra que hace sonar George Bush Jr., prometiendo una acción militar “inevitable” contra Irak. Por el otro, el Festival Internacional de Toronto expresa precisamente lo contrario: la posibilidad de atender a las voces más distintas, de escuchar más allá de lo que provenga del discurso del poder. Esa diversidad que plantea el festival está no sólo en los contenidos sino también, y muy especialmente, en las formas, en las maneras propias, particulares que tiene cada cineasta para expresar su visión del mundo. Un mundo que parece cada vez más ancho y ajeno, como lo evidencia Dirty pretty things, la nueva película del inglés Stephen Frears, que estuvo la semana pasada en la Mostra de Venecia y ahora es una de las vedettes del último tramo de Toronto.
Filmada en pleno corazón de Londres, la nueva película del director de Ropa limpia, negocios sucios vuelve a registrar la cara oculta de la ciudad, una ciudad multiétnica, muy lejos de la iconografía puramente británica de los libros de texto y las postales turísticas, con el Palacio de Buckingham como fondo. Es más, en Dirty pretty things casi no aparecen ingleses. Sus personajes son turcos, chinos, nigerianos, españoles. Todos son inmigrantes, todos sobreviven como pueden, de la mejor o de la peor manera. Todos son víctimas de un sistema que los condena a ser “ilegales”, a esconderse, a ser explotados, a hacerse invisibles a los ojos de los demás, mientras tienen a su cargo el trabajo sucio de una sociedad.
Este sentimiento de desarraigo, esa impresión de desplazamiento de la realidad está magníficamente expresada en Heremakono, la nueva película del director mauritano Abderrahmane Sissako. En su film anterior, La Vie sur Terre (exhibido el año pasado en la Sala Lugones en el marco de un ciclo dedicado al nuevo cine africano), Sissako ya había explorado la experiencia del exilio y la relación entre las sociedades occidentales y Africa. Ahora Sissako vuelve sobre el tema, pero lo hace de una manera aún más profunda. A una pequeña ciudad a orillas del mar, en la costa de Mauritania, llega Abdallah. Tiene 17 años, está a punto de emigrar a Europa y quiere despedirse de su madre. Pero se siente extranjero en su propio pueblo, incapaz de hablar la lengua local, indefectiblemente incómodo con las vestimentas tradicionales, escindido entre dos mundos. No es el único habitante de esa “tierra de nadie” que plantea el film de Sissako. Con una estructura que descree de la linealidad, el director africano va tejiendo pausadamente un tapiz rico en matices y texturas, en el que asoman otras figuras en el paisaje, otros personajes que anhelan un lugar de pertenencia, mientras esperan la felicidad (eso significa el título de la película) y el viento barre sus huellas en la arena.
La película de Sissako trabaja sobre todo con el paso del tiempo, con los espacios aparentemente vacíos entre una acción y la siguiente, y otro tanto hace Blissfully yours, una obra maestra excéntrica, proveniente de otra región aparentemente sin tradición cinematográfica, Tailandia. Ganadora de la sección “Un Certain Regard” en la última edición del Festival de Cannes, el segundo largo de Apichatpong Weerasethakul (32 años, formado en el Art Institute de Chicago) parece partir de una premisa: el deseo de capturar una atmósfera, un sentimiento, un determinando momento en el espacio y el tiempo de sus personajes, dos mujeres tailandesas y un refugiado birmano. No hay nada explícitamente político en la película y, sin embargo, una tensión subterránea expresa el desarraigo del hombre, la violencia tácita que marca su relación con un país que no es el suyo. Luego de los títulos (que aparecen recién a los 50 minutos de comenzado el film), habrá sin embargo un momento de introspección, un viaje de los personajes hacia la selva y la montaña, un encuentro con el sol. Pocos cineastas son capaces de expresar la relación de sus personajes con la naturaleza como lo hace Weerasethakul. Se diría que el suyo es un cine panteísta, atento al orden secreto de la vida sobre la tierra. Es más, la infinita melancolía de esa tarde lejos del mundanal ruido parecería reconocer un único, lejano antecedente: Una fiesta campestre, el clásico de Jean Renoir. El cine es capaz todavía de proporcionar sorpresas como éstas y no deja de ser significativo que esos destellos provengan, por ejemplo, de Mauritania o de Tailandia, de aquellos márgenes que se resisten a ser absorbidos por la uniformidad del poder que viene del centro.