ESPECTáCULOS
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Historias de la argentina secreta
El cine está lleno de historias de película, de esas que alguien cuenta en un bar ante un público cuyos ojos brillan de expectativa, seguro de que encantará al auditorio. En el cine argentino reciente, por ejemplo, hay buenísimas historias de película. La del estafador estafado por un supuesto aprendiz (Nueve reinas), la de un pobre tipo obligado a ser policía (El bonaerense), la de un chorro y asesino capaz de ayudar a los que lo necesiten (Un oso rojo), la de un profesor al que jubilan de prepo en un país de sueños machacados (Lugares comunes), la de una familia tipo de 1976, a punto de ser destruida por la represión (Kamchatka), por ejemplo. Para ir a ver la tercera película de Carlos Sorín hay que olvidarse de las grandes historias, de las historias de película. Las historias que narra son historias mínimas.
Los personajes no dicen parlamentos acojonantes ni dialogan como si sus frases hubiesen salido de una convención de guionistas ingeniosos. No hablan en voz alta de sus sueños y utopías. No mienten, no roban, no disparan, no engañan, no corren, no exclaman ¡carajo! ante las adversidades. Se mueven con mansedumbre y a veces hasta con resignación, en la inmensidad de la Patagonia pero se mueven. Uno busca un perro, otro los ojos de una viuda, una busca un premio de un concurso televisivo. Sus mínimas historias se cruzan sin mezclarse en ámbitos donde la gente ha aprendido a ser solidaria porque sólo se tiene a sí misma. Esa solidaridad no se declama: se practica como un mandato genético. El que ofrece un mate no está pensando en qué ventaja le sacará a la conversación que sigue. El que lleva a alguien que no conoce al encontrarlo en la ruta no le tiene miedo. El que decora una torta no lo hace para cobrar. A nadie le sobra el dinero, pero de dinero no se habla. La Argentina está llena de gente así, sólo que sus historias suelen no aparecer en las películas. La enorme mayoría de las películas argentinas se piensa en Buenos Aires, se filma en Buenos Aires y se ve en Buenos Aires.
Sorín, que se ganó la vida como realizador publicitario, profesión en la que parece haber colgado los hábitos para regresar al cine, vio en la Patagonia que filmó en el 2001 un elemento novedoso y unificador, que atraviesa toda su película: la televisión. Es que la explosión de los sistemas satélites y los canales de cable ha originado en ese mundo, en el que las novedades suelen llegar con sordina, una serie de conductas de alienación por demás llamativas. Una chica que se preocupa por la marca de desodorante que debe usar mientras vive en un paraje en el que jamás se transpira, por el frío, un ama de casa que habita uno de los paisajes más conmovedores del mundo pero no lo ve, porque se pierde en el zapping, son ejemplos posibles de ese desfasaje. Sorín va descubriendo al neófito ese mundo sorprendente. Un viajante en una noche de crisis que no puede sacar los ojos de un canal médico. El carnaval brasileño presidiendo la dinámica matutina de un hotelucho. Una panadera que no le presta atención a un relato porque tiene la vista clavada en una telenovela mexicana. Los inefables anuncios de los métodos para adelgazar, doblados al castellano por portorriqueños.
Historias mínimas puede ser pensada como la venganza del hombre que se sintió condenado a vender productos –de eso trabaja un publicitario–
contra la estupidez convertida en materia prima esencial de la televisión. Pero eso sería una reducción: antes que nada transmite el placer de aquel que sabe que al contar historias de la gente más común del mundo está homenajeándola. En general, los directores de cine filman para homenajearse a sí mismos.