ESPECTáCULOS
› YASUJIRO OZU Y F. W. MURNAU AUN SORPRENDEN EN BERLIN
Cuando el pasado es presente
› Por Luciano Monteagudo
Página/12
en Alemania
Desde Berlín
El festival llega hoy a su fin, con la proyección fuera de concurso de Pandillas de Nueva York, coronada por la presencia de Daniel Day-Lewis, y las especulaciones acerca de los premios (ver aparte) alcanzan su punto culminante. Pero se diría que si hay dos ganadores netos de esta Berlinale son el japonés Yasujiro Ozu (1903-1963) y el alemán Friedrich Wilhelm Murnau (1988-1931). En una ciudad que sigue atravesada por las diferentes cicatrices de la historia europea del siglo XX –a pesar de los reflejos fatuos de los flamantes edificios de acero y cristal de Potsdamer Platz, donde se concentra el núcleo duro del festival–, el pasado siempre está presente y ese concepto se manifiesta también en la Berlinale, donde cada año las retrospectivas ocupan un lugar central de la programación.
Es el caso del homenaje a Ozu, por ejemplo. En el centenario de su nacimiento, la Berlinale decidió desplegar diez de sus clásicos –en copias restauradas por la productora Shochiku, para la cual el maestro japonés trabajó casi toda su vida– a lo largo y a lo ancho de todo el festival, en la sección oficial, en el Panorama y hasta en el Foro del Cine Joven, como una forma de considerar a Ozu como lo que aún es: un cineasta moderno. La muestra, que circulará luego en versión ampliada por los festivales de Hong Kong y Nueva York y por las cinematecas de Londres y Toronto (y probablemente también Buenos Aires), viene a probar, por si fuera necesario, que la obra de Ozu –determinante en las carreras de Wim Wenders, Hou Hsiao-hsien y Paul Schrader, entre otros– sigue siendo fundamental, porque es de aquellas cuyo descubrimiento, aunque tardío, obliga a repensar el cine.
Considerado el más japonés de los directores japoneses, por las semejanzas de su cine con el sumi-e, el dibujo en tinta japonés, y con los maestros de esa forma epigramática de la poesía que es el haiku, Ozu sin embargo reconoció en más de una oportunidad haber sido influido en sus comienzos por Charles Chaplin y John Ford. Después de abandonar la universidad, Ozu ingresó a la industria cinematográfica como asistente de dirección y realizó su primera película en 1927, convirtiéndose al poco tiempo en uno de los más reconocidos y prolíficos cineastas de su país. Hasta mediados de la década del 30, Ozu se mantuvo fiel al cine mudo y para cuando se rindió al avance del sonoro su obra ya tenía un perfil distintivo: su tema no era –como el de Akira Kurosawa– el heroico pasado guerrero japonés, sino la contemplación de la vida cotidiana contemporánea, la lenta disgregación de la familia, el transcurso del tiempo.
Estas constantes aparecen por supuesto en su obra maestra, Una historia en Tokio (1953), la única que llegó a conocerse hace unos años en cines de Buenos Aires, pero también son consustanciales a otros films exhibidos aquí en Berlín, como Primavera temprana (1956), donde Ozu lleva la desdramatización hasta el límite de eliminar toda curva narrativa, o Flor de equinoxio (1958), su primer film en color, que da cuenta –también de la manera más templada– de la rebelión de los hijos contra las costumbres atávicas de sus padres. En estos films, que están entre los últimos de su obra, la cámara permanece casi inmóvil y la única puntuación es el corte directo. Es un punto de vista de reposo. Como señala el especialista Donald Richie en el catálogo del Forum, “es la actitud propia de quien escucha, observa, atiende. Es la misma posición con la que se presencia el teatro Noh, la salida de la luna, la misma con la que se participa de la ceremonia del té o del sake. Es la actitud estética por excelencia: la actitud contemplativa”.
El otro gran homenajeado de este año en la Berlinale es uno de los pilares no sólo del cine alemán, sino también de toda la historia del cine. Murnau tenía apenas 42 años cuando el 11 de marzo de 1931 seestrelló con su auto en una ruta de Santa Barbara, en California, pero para entonces ya había dado films fundamentales al expresionismo (Nosferatu, el vampiro, legendaria versión del Drácula de Bram Stoker) y al kammerspielfilm (El último de los hombres, protagonizada por el genial Emil Jannings). Más aún, Murnau –un discípulo de la troupe teatral de Max Reinhardt– fue el puente entre el cine mudo y el sonoro, como lo demuestra Amanecer (Sunrise, 1926), su primer film para la Fox, en Hollywood, que influyó luego en el cine de John Ford y Frank Borzage, entre muchos otros. Exhibida en una copia nueva, proveniente del original más completo posible, Amanecer –que ganó tres Oscar en la primera ceremonia de la Academia de Hollywood, en 1927– es capaz de sorprender aún hoy por la intensidad de su puesta en escena, por la manera en que luces y sombras son capaces de hacer del cine aquello que muchas veces se olvida que es: un arte mayor.
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