ESPECTáCULOS
› MURIO ALBERTO SORDI, UNA FIGURA CENTRAL DEL CINE ITALIANO
“Albertone”, el último comediante
Tenía 82 años, y una carrera que lo mostró cerca de doscientas veces en la pantalla grande. Símbolo de toda una época, Sordi actuó bajo las órdenes de grandes directores y diseñó un personaje que sintetiza la comicidad y la amargura, caracterizado por sus ojos acuosos y su voz grave y melancólica.
› Por Luciano Monteagudo
Toda Italia, y el mundo cinematográfico, está de luto: en la madrugada de ayer, a los 82 años, murió el notable actor Alberto Sordi. Adorado en su país por su admirable capacidad de encarnar al arquetipo del italiano medio, Sordi no había aparecido en público desde hacía meses y no asistió a una retrospectiva de sus películas organizada en Roma en diciembre pasado. Según informaciones no confirmadas por su familia, habría fallecido a raíz de una broncopulmonía. Soltero empedernido, el actor fue atendido hasta el final por su hermana Amelia: en cuanto la TV italiana difundió la noticia, cientos de fans se acercaron espontáneamente a su residencia en la Via Appia y sembraron el terreno de flores rojas y amarillas, en el comienzo de una larga serie de homenajes y palabras sentidas (ver aparte).
Si varias generaciones de argentinos –por no hablar de los italianos– aprendieron a querer como a un igual a Alberto Sordi fue seguramente a partir de aquella fugaz pero legendaria escena de Los inútiles (1953), uno de los primeros films de Federico Fellini. El bueno de “Albertone” iba trepado a un camión junto a otros amigotes tan vagos como él –esos vitelloni de provincia, marcados tanto por el ocio como por la melancolía- y, al pasar delante de un grupo de trabajadores, no podía resistir la tentación de dedicarles un picaresco corte de manga, mientras les gritaba, con una sonrisa luminosa: “Lavoratori... prrrr”. Lo que no sospechaba es que unos metros más adelante el motor del camión se detendría, dejándolo a merced de los burlados...
No era, ni mucho menos, la primera aparición cinematográfica de Sordi -de hecho, ya había encarnado para Fellini el año anterior al protagonista de El sheik blanco, un farsesco héroe de fotonovelas martirizado por su mujer–, pero fue a partir de ese personaje tierno, simple y simpático, que tras su máscara de alegría no alcanzaba a esconder una íntima amargura, que se forjó la personalidad de quien fue quizás el comediante más emblemático de todo el cine italiano, una figura capaz de representar por sí sola todo el imaginario popular de un país, en su transición de la miseria de posguerra al milagro económico de los años ‘60 y ‘70.
Nacido en Roma el 15 de junio de 1920, en el corazón del Trastevere, Sordi pareció heredar desde la infancia la tradición histriónica de su ciudad. A los diez años ya integraba la Piccola Compagnia del Teatrino delle Marionette, mientras cantaba en el coro de la Capilla Sixtina. A los dieciséis, abandonó el colegio para dedicarse íntegramente al espectáculo y se inscribió en la Accademia dei Filodrammatici di Milano, con escaso éxito: no tardó en ser expulsado por su marcado acento romano, considerado excesivo. De allí seguramente la decisión de hacer del modo del habla de la capital italiana un punto fuerte, la llave de su primera comicidad.
En 1937, Sordi consiguió su primer triunfo: ganó el concurso de la Metro Goldwyn Mayer y se convirtió en la voz italiana –el doppiatore oficial– de Oliver Hardy, dando vida a un personaje dentro de otro personaje, al punto que no tardaría en presentarse en las radios y los escenarios de todo el país como la reencarnación italiana del socio de Stan Laurel. “Y ahora, señoras y señores, en carne y hueso, la voz de Oliver Hardy”, anunciaba él mismo bajo las luces de un varieté. En una muestra de su versatilidad, también se consagraría –en un país que históricamente ha ignorado las voces originales de las estrellas de Hollywood– en el doblador oficial de Robert Mitchum.
El cine le daría pantalla con su propio nombre a partir de 1938, primero como partiquino y poco a poco como protagonista, desde que en 1950 se asoció con Vittorio De Sica y realizaron juntos Mamma mia, qué susto, para la compañía Produzione Film Comici. Las más confiables filmografías de los medios italianos consignan desde entonces y hasta 1998, año de su retiro, no menos de 160 largometrajes. Esa prodigalidad poco selectiva, dondeconvivían los films más logrados junto a los menos memorables (aunque todos siempre exitosos en la boletería), fue una característica de toda su dispendiosa carrera, centrada preponderantemente en la llamada commedia all’italiana, surgida en los años ‘50 como un desprendimiento del neorrealismo.
Fue en ese marco, con la ayuda de los guionistas Age y Scarpelli y de los directores Mario Monicelli, Dino Risi y Mario Comencini, que Sordi encontró sus mejores vehículos de lucimiento en películas clave de ese período como La gran guerra (1959) o Una vida difícil (1961), donde se daba esa sabia combinación de sátira y drama social que tuvo un inmenso impacto no sólo en el mercado italiano sino también en la Argentina, donde el cine italiano llegó a gozar de un sostenido apogeo. Eso sí, Sordi podía ser maestro, soldado, viudo alegre, magistrado, mafioso, médico o seductor empedernido, pero era siempre su propio personaje, “Albertone”, con esos ojos acuosos y esa voz grave pero sensible, siempre a punto de quebrarse, ya fuera para expresar su verdadero dolor o simplemente para sacar alguna ventaja y ganarse astutamente la compasión del prójimo, en la picaresca tradición del Polichinela de la commedia dell’arte.
En El gran amante (1966), Un italiano en América (1967), Amor mío ayúdame (1969) y Tres parejas (1971), esta última en colaboración con De Sica, Sordi también probó suerte como director, para tener aún más control de sus gesticulantes criaturas. Cuando le preguntaban si estaba comprometido políticamente, respondía: “No, estoy comprometido socialmente”. Y daba como ejemplo su película Prisioneros en espera de juicio (1971), que se proyectó tres veces en el Parlamento, hasta que la ley sobre la detención preventiva de inculpados fue modificada.
Ese escalpelo con que Sordi tantas veces –como en los episodios de Los nuevos monstruos (1977)– diseccionó la conducta egoísta y viciosa de la burguesía italiana, encontraría su filo más agudo en Un burgués pequeño, pequeño (1976), una de las cumbres del cine de Monicelli. Allí Albertone era un burócrata, un oscuro empleado de un ministerio, tan servil como trepador, que no duda en mostrar el huevo de la serpiente que anida en su rutinaria felicidad cotidiana.
Es curioso comprobar, en todo caso, como no sólo en sus películas más complejas y cuestionadoras sino también en sus productos más comerciales y complacientes, Sordi fue reflejando en su carrera el devenir de la sociedad italiana. Desde el estertor del fascismo y la resistencia hasta la reconstrucción de posguerra, pasando por la abrupta prosperidad económica de la nueva burguesía y la crisis política de los años ‘70, todo un país parece pasar a través de su cine. Un cine que, como él mismo, comienza a extinguirse como industria en los años ochenta. A su manera, él solo era una factoría. Con su desaparición se va también, definitivamente, todo un momento del cine y la sociedad italiana.
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