ESPECTáCULOS
Muy buenas voces en el primer título del Colón
La temporada lírica 2003 se abrió con la reposición de “Simon Boccanegra”, una ópera política de Verdi en que lo privado se entremezcla con lo público. Torres fue un gran protagonista.
Por Diego Fischerman
Un muy buen elenco y una de las obras más inspiradas de Giuseppe Verdi se combinaron en una apertura de temporada de muy buen nivel. El Teatro Colón abrió su ciclo de ópera de 2003 con uno de los cantantes argentinos de trayectoria más sólida del momento, el barítono Víctor Torres, protagonizando junto al ascendente tenor Gustavo López Manzitti, la soprano italiana Maria Pia Piscitelli, el mexicano Rosendo Flores y el notable Hernán Iturralde (otro argentino, en este caso radicado en Alemania) un título caracterizado por la unidad dramática y la contundencia expresiva de escenas como el conmovedor concertante final.
La trama, como la de otras óperas de este autor, sucede en dos épocas distintas. En el comienzo, el ex corsario Simon Boccanegra es ungido dux de Génova al mismo tiempo que muere su amada, la madre de una hija ilegítima que ha desaparecido después del fallecimiento de la anciana que la cuidaba en un lejano puerto. El otro personaje central es el padre de la amada muerta, un patricio que no perdona a Boccanegra la ofensa pasada. El resto de la historia transcurre veinticinco años después. El viejo Fiesco ha criado una huérfana, aparentemente de la familia Grimaldi, que, por supuesto, no es otra que la hija de Boccanegra. Y también en este caso, estas historias privadas (la hija ama a Gabriele Adorno, uno de los principales opositores a Boccanegra) son el marco de la otra historia, la de un hombre que trata de detener las luchas fratricidas y unir a Italia. Una historia, en todo caso, muy cercana al ideario político de Verdi.
En la versión con la que esta obra volvió al escenario del Colón después de ocho años, cobran un especial protagonismo la calidez del timbre, la riqueza de matices y la exquisitez del fraseo de Torres. Este barítono que ya había cantado como protagonista el Orfeo de Monteverdi, conducido por Gabriel Garrido (la misma dupla lo registró en Europa, en una interpretación que varios especialistas señalan como la mejor existente en disco), demostró estar a la altura del personaje. Piscitelli, de buenos agudos y afinación precisa (su trino en el final del tercer acto fue tan impecable como bello), López Manzitti, seguro a pesar de cierto engolamiento y de un timbre poco homogénero, que se extrangula en el registro agudo, un potente Flores e Iturralde con una línea pura, de excelente ligado, completaron el cuarteto principal. El coro, magnífico, fue en la función del estreno la otra pieza de una ejecución musical de muy buen nivel.
Massimo Biscardi (director artístico del Teatro Lírico de Cagliari) condujo la orquesta con bastante seguridad aunque careció de matices en la marcación del acompañamiento del comienzo del primer acto, más cercano en su versión a una marcha que a una de las mejores arias para soprano escritas por Verdi. Y junto a cuerdas y maderas sumamente ajustadas, hubo filas que, como la de los bronces, funcionaron sin ajuste y con fallas notorias en los ataques. El otro punto flaco es el de la inexistentemarcación actoral. Los personajes no están bien definidos. En Boccanegra, por ejemplo, abocado al amor y a la pacificación, no quedan restos de su anterior salvajismo. En el descubrimiento que Maria Boccanegra hace de su identidad, no hay verdadera emoción como tampoco la hay en la conversión de Gabriele. La escenografía, por su parte, se ajusta bastante a la diseñada en la ocasión anterior por Michael Scott, aunque suprime algunos desniveles que funcionaban muy bien para marcar distintos planos en la puesta original. No así el vestuario (el original es propiedad de la Deutsche Oper de Berlín), que transmite una sensación de pobreza inocultable y que, sobre todo en ese final en el que Boccanegra, de rojo, se asemeja a un mazorquero rosista, roza la más clásica de las fealdades. La puesta, por otra parte, además de dejar librado a cada cantante a su propio albedrío, tampoco acierta en la marcación de los movimientos de masas, siempre estáticas y poco interesantes.