ESPECTáCULOS
Una película laberíntica sobre un infierno olvidado
› Por Horacio Bernades
En 1915, en uno de los genocidios más espantosos del siglo XX, el gobierno turco asesinó a un millón de ciudadanos de origen armenio. Negada hasta el día de hoy por las autoridades turcas e ignorada por muchos, la masacre no había merecido, hasta el presente, una película que la recordara. Fue Atom Egoyan, nacido en Egipto de padres armenios, quien finalmente recogió el guante y decidió encarar una película cuyo motivo central fuera ése. Presentada en Cannes, Toronto y otros festivales internacionales de primera línea, esa película es Ararat, ambicioso y dolorido descenso de Egoyan hasta lo que no puede menos que considerarse un infierno histórico.
Caracterizado por sus intrincados y vastos rompecabezas fílmicos, el realizador de Exótica, El dulce porvenir y El viaje de Felicia podría no parecer, en primera instancia, afín a una historia de la cual todavía mana sangre. Sin embargo, al imbricarlo dentro de su agenda temática –en la que cuestiones como los laberintos de la memoria, las tortuosas relaciones familiares, los espejismos de la verdad y el peso de la muerte ocupan un lugar central– Egoyan ha logrado hacer más suya aún una cuestión a la que, por lazos sanguíneos, se haya indisolublemente ligado. Sin embargo y de acuerdo a sus preferencias, resolvió abordar aquella herida abierta no en forma directa, sino mediada.
En Ararat el genocidio no es el tema de la película de Egoyan, sino el de la película que filma un alter ego de ficción. Este es un imaginario y veterano cineasta armenio, Edward, a quien encarna el francés Charles Aznavour, cuyo verdadero apellido es Aznavourian. Con una estructura de capas de cebolla que no hace más que llevar al extremo las desplegadas por el realizador en films anteriores, a partir de la llegada de Edward a Canadá una miríada de personajes, napas temporales y estratos de relato se interpenetran, multiplicando conflictos, temas y puntos de vista alrededor del motivo central. Ani (Arsinée Khanjian, esposa y actriz fetiche de Egoyan), historiadora del arte especializada en la figura del pintor armenio Arshile Gorky (testigo y sobreviviente del genocidio), será convocada por Edward como asesora del rodaje. No bien llegada al set, Ani entrará en conflicto con el guionista (Eric Bogossian), quien no duda en tomarse licencias históricas, en beneficio de esa forma perversa del espectáculo que suele denominarse “interés dramático”.
Una vez terminado el rodaje, el hijo de Ani, Raffi –quien libra con su madre una batalla por la memoria del padre, militante armenio que intentó cometer un magnicidio– será detenido por un empleado de aduanas a punto de retirarse (el siempre notable Christopher Plummer), en el momento en que intenta ingresar al país unas latas que podrían contener, o no, fragmentos de Ararat. Todo ello es apenas una primera y muy insuficiente aproximación a la película de Egoyan, a la que habría que sumarle referencias a la infancia de Arshile Gorky en Turquía, la relación del empleado aduanero con su hijo gay y la intervención de la pareja de éste (Elias Koteas) en la película de Edward, entre otras puntas de relato. Toda esta gigantesca ramificación dramática y temática converge en elrodaje de la película-dentro-de-la-película, que convoca a su vez imágenes (¿hasta qué punto verdaderas?) de lo ocurrido en 1915.
Más laberíntico que nunca, el nuevo film de Egoyan funciona a la manera de una galería de espejos. En ella, ciertos motivos (la herencia, los legados de padres a hijos, las relaciones intergeneracionales, el carácter inaprensible de la verdad histórica) se reflejan y refractan al infinito. Sin embargo, como si arrastrara una condena de origen, Ararat no logra librarse del todo de los fantasmas que acechan a todo film de denuncia. Tal vez por un involucramiento inevitable, presionado seguramente por la necesidad de asumir un explícito compromiso histórico y político, Egoyan -que si algo enseña en sus películas es a nunca confiar del todo en lo que se cree saber– termina suscribiendo las imágenes de la masacre puestas en escena por su alter ego Edward. En ese punto, los mecanismos de distanciamiento se hacen a un lado, y todo funciona como si esas imágenes y la verdad histórica fueran la misma cosa. Es allí donde Ararat corre el riesgo de afirmar lo contrario de lo que Egoyan suele sugerir en sus películas: que la verdad es una quimera imposible de alcanzar.