Jue 04.09.2003

ESPECTáCULOS

“El séptimo arcángel”, una fábula bajo las sombras de Roberto Arlt

La película de Juan Bautista Stagnaro sigue a conciencia el camino cuesta abajo de Luciano, un hombre que intenta resolver su crisis económica y termina enredado en juegos propios y ajenos.

› Por Horacio Bernades

El tipo entra al kiosquito hecho una pila de nervios y pide cualquier cosa. “Si me vas a afanar, afaname de una vez, pibe”, lo alienta la dueña, experimentada en esos asuntos. El otro saca el arma y abre la caja, pero no encuentra mucho. Entonces se pone a llorar, se arrodilla y explica que es la primera vez, que lo hace por necesidad, que nunca antes lo había hecho. La mujer lo consuela y le termina regalando un alfajor. Luciano, el protagonista de El séptimo arcángel, es un tipo desesperado y también un pobre tipo. Alguien que no da pie con bola, que nunca tuvo nada y ahora lo único que tiene son deudas impagables, metidas de pata graves, tránsfugas que lo engatusan, callejones sin salida.
Oscura, densa, sórdida por momentos. Y también pesadamente imbuida de valores religiosos y discutibles sugerencias políticas. Así es El séptimo arcángel, la nueva película escrita y dirigida por Juan B. Stagnaro, que apunta al cine de género desde un formato de thriller muy negro. Y a la vez es, claramente, cine de ideas. Ideas que pueden ser discutibles y en algún caso echan mal olor. Pero no se le puede negar al realizador de Casas de fuego, La furia y la reciente Un día en el paraíso haber puesto carne en el asador. Por más que la carne no sea siempre de la mejor calidad, será preferible una película como ésta –latosa en más de un momento y cargada de tesis perfectamente impugnables– que las operaciones de negocios en las que suele consistir el cine industrial argentino.
Hay en El séptimo arcángel una evidente intención de implantar el mundo de Roberto Arlt en la realidad argentina actual, con sus secuelas de humillación personal, coqueteo con la abominación, paranoia y conspiradores. En sus mejores momentos, la película de Stagnaro logra transmitir todo eso de modo casi pegajoso. En los peores, estruja el pesimismo terminal del autor de Los siete locos en un grueso tamiz de chocante vulgata pseudo religiosa. Opta finalmente por un salvacionismo de tres por cuatro, que echa por tierra con el desfile de iniquidades desarrollado a lo largo de la hora y media anterior. Luciano (Pablo Echarri, justo en el borde entre lo intenso y lo chorreante) trabaja en un supermercado y vive con su mujer, Paula (Paola Krum, difícil de creer en un contexto así) en un sucio sucucho de Lugano 1 y 2. Ella le reprocha que no haga nada para sacarlos de la situación (conviene ir sabiendo que hay más misoginia en la película que en una temporada entera de “Polémica en el bar”) y él roba plata del supermercado. Mucha plata: 9000 dólares. El dueño del súper (coreano, por supuesto) lo agarra y Luciano le pide 24 horas para devolverle la plata. A partir de ese momento irá barranca abajo.
Paula lo planta (intentará volver, en la escena más desagradable y risible de la película, cuando Luciano le muestre un fajo de dólares relucientes), un contador truchísimo lo deja pagando (Alejandro Awada, componiendo un personaje asqueroso) y finalmente Luciano va a parar a un tabernáculo evangelista, perteneciente a la sonora Iglesia Pentecostal de los Ultimos Días. El pastor (Gabriel Goity) lo acoge, lo mismo que uno de los concurrentes, que resulta ser un comisario (Jorge Marrale). Se percibe cierto aire rancio en ese templo, que podría representar, para Luciano, no otra cosa que el definitivo pasaje del otro lado de la ley. O La Ley, teniendo en cuenta la pesada carga religiosa que se adivina por detrás. Con todos sus defectos y hasta barrabasadas (hay que ver para creer el personaje que le tocó a Andrea Pietra, para no hablar de cierto pastor torturador y asesino, con pasado de militante), en sus mejores pasajes la película de Stagnaro logra algo no muy frecuente en el cine argentino contemporáneo. Hace aparecer en la pantalla un conurbano nada lindo de ver, hecho de monoblocks derruidos, ropa raída, colectivos hacinados, bocas de lobo. No es poco mérito, aunque no huela del todo bien.

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