ESPECTáCULOS
› A DIEZ AÑOS DE LA MUERTE
DE FEDERICO FELLINI, UN REALIZADOR IRREPETIBLE
El hombre que se dedicaba a filmar sueños
Dueño de un ojo y un instinto genial, el director italiano marcó toda una era del cine que hoy, más que nunca, se ubica en los antípodas del concepto de “éxito artístico”. Eso, seguramente, es lo que más se extraña del autor de “Ocho y medio”, “Amarcord”, “E la nave va” y “La strada”.
› Por Luciano Monteagudo
Diez años sin Fellini... ¿Son tantos? El día de su muerte, el 31 de octubre de 1993, los medios masivos de difusión hicieron del gran Federico todo un banquete, una canonización instantánea del muerto célebre, una deificación del artista desaparecido. Y, sin embargo, paradójicamente, su cine hacía tiempo que había empezado a caer en un triste cono de olvido y de sombra. Su última película, La voz de la luna (1989), donde ya dialogaba mano a mano con la muerte, había circulado por todo el mundo, incluida la Argentina, ante el más ignominioso desinterés del público (como sucedió también con Madadayo, el film testamento de Akira Kurosawa). Y algunos de sus films anteriores, como Ginger y Fred (1985), quizá la más feroz invectiva que el cine le haya dedicado a la televisión, le habían granjeado la fama inmerecida de viejo amargo y desencantado. En todo caso, lo que se seguía celebrando de Fellini era el costado más turístico y superficial de su obra, aquel que se relacionaba con el folklore de Roma, la Fontana di Trevi y La dolce vita (1960), para no tener que hablar del Fellini más cáustico, aquel capaz de hacer ver hasta qué punto la cultura de los mass media en general y de la TV en particular habían hecho de la contemporaneidad un desfile de monstruos mucho más grotesco que cualquier pista de circo que su imaginación hubiera sido capaz de materializar.
Su cine siempre estuvo dedicado a los perdedores, a los marginados, a los soñadores, y esa no era precisamente la cultura que imperaba en los años ‘80 y ‘90. La televisión, su gran enemiga, a la que le dedicó incluso algunos procesos judiciales por haber emitido sus films mutilados por cortes publicitarios, es, por el contrario, la gran promotora del éxito repentino, la tribuna de los ganadores y el ámbito consagratorio de la popularidad. Nada más ajeno a Fellini, que siempre se dedicó –desde aquel impostado héroe de la fotonovela que componía Alberto Sordi en su primer largometraje, El sheik (1952)– a reivindicar a aquellos personajes que parecían olvidados de la mano de Dios, como los ya legendarios Gelsomina y Zampanó de La strada (1954), o la ilusionada protagonista de Las noches de Cabiria (1956), o la triste Julieta de los espíritus (1964), todas víctimas inocentes encarnadas por su musa y compañera, Giulietta Masina. “Mis películas... ¿qué son sino historias de fracasos?”, le confesó alguna vez al novelista Georges Simenon, que consideraba a Fellini un “poeta maldito”, como Villon, Baudelaire, Van Gogh o Poe, “los artistas que trabajan con su subconsciente antes que con la razón”.
El subconsciente siempre fue el mejor aliado de Fellini, que parecía vivir de sus sueños. El crítico francés Jacques Doniol-Valcroze, de los Cahiers du cinéma, lo definió muy bien: “La grandeza de Fellini estriba en haber sabido alcanzar el extrañamiento al crear un mundo a la vez abstracto y realista. Vemos campos, ciudades, paisajes, casas corrientes y sin embargo no parecen participar de otro universo que no sea el del sueño; vemos gente simple, pobres, desgraciados que no poseen ningún poder sobrenatural y, no obstante, los sucede una aureola, los habita el misterio y la extrañeza y traen el testimonio de otra manera de vivir. De esta forma, entre lo concreto y el sueño, entre el pauperismo y lo angelical, el universo de Fellini es –como el de Chaplin– un universo cinematográfico privilegiado por una gran pureza y un extremo rigor”.
Demiurgo por naturaleza, Fellini creaba sus propios mundos de cartón pintado y papel maché. Podía haber una nostalgia de lo real, como en la maravillosa Amarcord (1973), donde exorcizaba una vez más, como tantas veces, los recuerdos tergiversados de su infancia y de su primera juventud, que veinte años antes habían sido también el alimento de su primera obra maestra, Los inútiles (1953). Pero esa realidad era siempre una representación alegórica, mítica, desproporcionada. Y si necesitaba hacer un film en alta mar, como E la nave va (1982), con ese trasatlántico convertido en un coliseo flotante, dedicado a celebrar el arte absurdo dela lírica, el agua no era otra cosa que un gigantesco hule, agitado por los poderosos ventiladores de Cinecittà, los estudios donde disfrutaba de una libertad ilimitada.
Ese fue el escenario desnudo de la que quizá sea su película más citada pero también, desde hace tiempo, una de las menos vistas: Ocho y medio (1963). Film melancólico, casi fúnebre, pero al mismo tiempo resueltamente cómico, Otto e mezzo siempre fue proclamado como una obra autobiográfica, o al menos como el examen de conciencia que el realizador –siempre utilizando a su amigo de toda la vida, Marcello Mastroianni, como su alter ego– hacía delante de su público. Pero Fellini se rebelaba y decía que no, que era una obra de pura imaginación, que era el film que menos se refería a hechos personales: “Narré una fábula –se defendía inútilmente– y no hay nada que comprender más allá de lo que se ve”.
Eso era Fellini: un fabulador, un mitómano, un “cuentero” como los que retrató en Il bidone (1955), un inventor de historias, que fue su primer oficio, en las páginas de la legendaria revista Marco Aurelio, donde entre 1939 y 1942 –pleno auge del fascismo– llegó a redactar cerca de setecientos relatos de tono satírico, en la tradición de Petronio, de quien más tarde adaptaría –muy a su manera– el célebre Satiricón, en un film que en 1969 ya era exuberante y provocador, como lo sigue siendo hoy. Esa profusión, ese exceso, esa capacidad de provocación –contra la banalidad de la cultura del éxito, contra los dictados de la razón– es quizás aquello que más se echa en falta en estos diez años sin Fellini.
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