Mié 05.11.2003

ESPECTáCULOS  › ENTREVISTA CON ARTURO RIPSTEIN,
QUE VIENE A PRESENTAR UNA RETROSPECTIVA DE SU OBRA

“No hay una utopía que no conduzca al fanatismo”

El realizador mexicano, autor de “Profundo carmesí” y “La mujer del puerto”, entre otros grandes films de los años ‘90, llega mañana a Buenos Aires para presentar en el Malba algunos de sus clásicos de los ‘70 y sus tres últimos largometrajes, hasta ahora desconocidos en la Argentina.

› Por Horacio Bernades

Con Arturo Ripstein sucede, en la Argentina, algo curioso. Durante décadas se lo desconoció hasta que, en la segunda mitad de los ‘90, una retrospectiva realizada en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín y la presentación de la por entonces flamante Profundo carmesí en el Festival de Mar del Plata lo convirtieron en un súbito descubrimiento local. A partir de allí, y durante un par de años, llovieron sobre la cartelera porteña varias de sus obras mayores de los años ‘90 (La reina de la noche, Principio y fin y La mujer del puerto) junto con el estreno de El evangelio de las maravillas (1997) y El coronel no tiene quien le escriba (1999). Luego, otra vez el silencio. ¿Qué había pasado? ¿Desapareció de pronto Ripstein de la faz del cine o era simplemente que la distribución local había vuelto a ignorarlo?
La respuesta se tendrá a partir de mañana, cuando una muestra-homenaje organizada por Malba.cine (en colaboración con la Embajada de México y el Instituto Mexicano de Cinematografía) vuelva a poner en el tapete la obra del máximo cineasta mexicano. Integrada por siete títulos, varios de ellos inéditos por aquí, esa muestra –que contará con la presencia del autor para dictar un seminario sobre guión– hace foco en dos períodos bien distantes en el tiempo. Uno es el de mediados de los ‘70, con películas como El castillo de la pureza (de la que se exhibirá una copia nueva, que pasará luego a integrar la filmoteca del Malba), El santo oficio y el documental Lecumberri, el castillo negro. El otro permitirá conocer el segmento más reciente de su obra, con el estreno absoluto en nuestro país de las tres películas posteriores a El coronel... Se trata de Así es la vida, La perdición de los hombres (ambas del 2000) y La virgen de la lujuria, que el año pasado se presentó en el Festival de Venecia.
Por vía telefónica, Página/12 dialogó con el realizador para echar luz sobre estos períodos de su obra, envueltos hasta ahora en sendos conos de sombras.
–En El castillo de la pureza, un patriarca familiar mantiene encerrados durante varias décadas a los miembros de su familia, para evitarles la contaminación con el mundo. ¿Cómo surgió esa película, que algunos consideran entre las mejores que haya dado el cine mexicano?
–La que me propuso filmar la película fue la estrella Dolores del Río, que ya por entonces estaba retirada y había visto en teatro la obra original, que estaba basada en un hecho real. A Dolores del Río le había gustado mucho la obra y compró los derechos para hacerla en cine. Se la ofreció a Buñuel, que le dijo: “Yo no la hago. Que la haga Ripstein, que es un jovencito muy guapo”. Al final hubo una disputa muy severa con Dolores del Río y quedé a cargo del proyecto. Llamé al escritor José Emilio Pacheco y escribimos juntos el guión. Cosa que volvimos a hacer en El santo oficio, que es la película siguiente.
–El protagonista de la película es una paradoja viviente: en aras de ciertos ideales utópicos, somete a su familia a un encierro carcelario.
–Es que yo pienso que, desde Santo Tomás Moro en adelante, no hay utopía que no conduzca al fanatismo, al autoritarismo y al fundamentalismo. Toda utopía se construye por exclusión: se excluye todo aquello que no responde a ese ideal, y de allí a su eliminación lisa y llana no hay más que un paso. Esto es aplicable tanto a las utopías libertarias como a las revolucionarias, incluyendo el socialismo y la Revolución Cubana.
–A la luz de su obra posterior, en la que la que la cuestión del encierro es una de las constantes más reiteradas, podría considerarse a El castillo de la pureza un Ripstein fundacional.
–Bueno, no sé, no se trata de un tema electivo, y mucho menos programático. Nunca me dije a mí mismo: “Ahora voy a filmar el encierro, y desde aquí en más mi obra va a tratar sobre eso”. Uno filma aquello que le despierta deseos, más que proponerse “hablar de algo”. No sé, supongo que por alguna razón el encierro es algo que me resulta atractivo. Al menos en términos cinematográficos.
–Su siguiente película, El santo oficio, también está basada en un caso real: la persecución de una familia de judíos conversos, por parte de la Iglesia Católica mexicana, en el siglo XVI. El hecho de que usted sea judío, ¿influyó en su decisión de filmar esa historia?
–No, para nada. Nunca me sentí perseguido o discriminado por mi condición de judío. En México, el antisemitismo nunca llegó a alcanzar ribetes preocupantes. Lo que me interesó tratar en El santo oficio fue la intolerancia religiosa, así como el funcionamiento de esa máquina burocrática que fue la Inquisición, que por otra parte en mi país se mantuvo vigente hasta entrado el siglo XIX.
–¿Cómo recibió la película la jerarquía eclesiástica mexicana?
–No hubo reacciones negativas, seguramente porque la Inquisición era cosa del pasado y nadie se sentía aludido. Curiosamente, los que se mostraron molestos fueron algunos dignatarios del judaísmo, porque el protagonista era un converso y lo veían como un representante poco digno de la religión judía. Lo que sucede es que, para evitar maniqueísmos, yo evité cargar las tintas sobre la condición de víctima y victimario, haciendo de inquisidor y “acusado” seres asaltados por las dudas.
–Según testimonian las crónicas, la puesta en escena de su película tiende al distanciamiento y la desdramatización.
–Eso también fue para huirle a los énfasis dramáticos. Aunque tal vez yo haya sido víctima del brechtianismo que, se suponía por entonces, debía regir para toda producción artística “de izquierda”. No sé hasta qué punto mi elección de desdramatizar la película fue libre. Ahora pienso que tal vez me haya dejado llevar por esa suerte de “deber ser” artístico, que pasaba por el distanciamiento brechtiano.
–Sin embargo, sus películas más famosas se caracterizan justamente por el distanciamiento al que usted suele someter los códigos del melodrama.
–Bueno, eso puede ser producto de la autocrítica, de la permanente revisión de lo que uno hace en términos dramáticos. Usted sabe, algunos somos autocríticos feroces. No podemos dejar de prestar oídos a esa vocecita del argentino censor que te dice al oído: “¿Pero qué carajo estás haciendo, che, no te das cuenta de que es una boludez?” (Risas)
–¿Cómo es el argentino censor?
–Ustedes son muy inteligentes, implacables, no perdonan. Y yo es como que los tengo incorporados.
–En el ciclo va a verse también Lecumberri, el palacio negro, que tiene la particularidad de ser un documental, género en el que usted ha incursionado poco y nada.
–Sin embargo, me encanta el documental por esa cualidad que tiene de descontrol, de imprevisto, por la libertad que impone.
–Es llamativo que usted diga esto, ya que sus películas se caracterizan por el control extremo de todos los elementos de la puesta en escena.
–Justamente por eso, filmar un documental representa para mí un recreo, un desafío, una posibilidad de dejar entrar aire nuevo. De hecho, vengo de filmar un documental para televisión sobre un gran artista plástico mexicano, Juan Soriano, que es de la generación posterior a los Siqueiros, los Orozco, y que anda por los ochenta y pico de años.
–Volviendo a Lecumberri..., es un documental sobre un presidio mexicano, que estaba por ser demolido. Una cárcel: el lugar de encierro por excelencia.
–Fue una experiencia realmente infernal convivir durante dos meses, dormir incluso todos los días en un lugar así. No volvería a hacerlo, no es una experiencia que se olvide fácilmente.
–La película tuvo problemas de censura, ¿no?
–Sí, hasta muy recientemente jamás se había exhibido completa. Le cortaron más de media hora. Nunca supe por qué, porque lo único que hice fue filmar lo que sucedía allí, sin ninguna pretensión de denuncia.
–Tal vez lo que molestó fue justamente que usted mostraba lo que sucedía en una penitenciaría del Estado. Ahora hagamos un salto hasta Así es la vida y La perdición de los hombres, que usted filmó, una a continuación de la otra, en el año 2000.
–Así es la vida es una versión de Medea adaptada a un barrio pobre en el México actual, y La perdición de los hombres, una comedia fúnebre sobre un hombre al que unos desconocidos matan en la calle, sin motivo aparente, y cuyo féretro se disputan más tarde la viuda y la amante.
–Ambas tienen una particularidad: fueron filmadas en video digital. ¿Sintió alguna pérdida en ese pasaje?
–No, no sentí ninguna pérdida, porque actualmente el digital ya prácticamente no se diferencia del fílmico. Haga la prueba: muéstrele a un espectador común una película filmada en digital y va a ver que ni se da cuenta. Por otra parte el digital ofrece muchas ventajas. En primer lugar, es muchísimo más económico que el 35 mm, lo cual permite filmar todas las veces que uno quiera la misma toma y elegir luego la mejor. Se puede ensayar, sabiendo además que, por una cuestión de costos, esa película no va a ser la última que uno haga. Además, es un equipamiento más liviano y portable, y eso permite experimentar.
–Y después está la cuestión de la duración de la cinta.
–Claro. A mí, en la medida de lo posible, me gusta filmar planos-secuencia de larga duración, y si se trabaja en celuloide los planos no pueden durar más de diez minutos, porque eso es lo que dura cada rollo. En La virgen de la lujuria, que es mi última película a la fecha, volví a usar el digital y filmé planos de 15 minutos. Por otra parte, le puedo asegurar que si usted ve La virgen de la lujuria va a notar que a esta altura la calidad de imagen del digital ya prácticamente no se diferencia del 35 mm. En poco tiempo más va a ser mejor todavía. Igual, le quiero aclarar que no es que me haya convertido en un militante del digital. Se trata de un instrumento, nada más. Es como la pluma fuente y ese gran invento argentino que es la birome: esta última es más práctica y económica. Pero lo que usted escribe depende de usted, no del instrumento que utilice para hacerlo.

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