Lun 10.11.2003

ESPECTáCULOS  › PEACHES, UNA SINGULAR ARTISTA QUE DEBUTO EN BUENOS AIRES

La mujer barbuda de la discoteca

Como performer de culto del nuevo rock anglo, la canadiense estremeció un sótano porteño con su glam electrónico y su erotismo grotesco.

› Por Pablo Plotkin

Erguida en un sótano del barrio de San Nicolás, Peaches se ve como una malformación de discoteca, un esperpento que devora pedazos arquetípicos de la historia infame del rock y los defeca en un unipersonal grotesco. Merrill Nisker (tal su nombre en el mundo real) sale a escena con las piernas amoratadas y los sobacos levemente peludos, atravesando el humo y haciendo chirriar su guitarra luego de la cita programada al prócer glam Gary Glitter. Todo en Peaches es explícito, crudo y aparentemente básico. Las pistas pregrabadas responden a patrones elementales de género (hip hop minimal, electro, rock and roll) y las letras definen consignas directas, como “chupame la concha” o “¡vinieron a ver un show de rock!”. Operando en un escenario vacío, el despliegue vocal y performático es estremecedor. Perversión de teatro de revista, engendro de circo y prodigio de lo chabacano, Peaches se regocija entre los desperdicios de la voracidad (sexual, rítmica, cosmética, alimentaria) y los convierte en un espectáculo insaciable.
Nisker –canadiense y judía– comenzó tocando en bandas de folk, jazz experimental y rock alternativo, hasta que se hizo solista e inventó uno de los shows más singulares de lo que va de la década. Después de colaborar con el también impactante Chilly Gonzales y editar The Teaches of Peaches (2000), la escena electroclash de Berlín y Nueva York (el género que recicló la new wave y el pop de los ‘80) la convirtió en fetiche. En toda su historia, la música bailable no había parido cosa semejante. Este aterrizaje a tiempo en Buenos Aires, poco después de la edición de su segundo disco (Fatherfucker) permitió acercarse al enigma: cómo construir un show de rock esplendoroso desde el artificio patente (¡no hay banda!) y el erotismo de lo repugnante. Peaches apareció con una peluca platinada que la hacía ver como una versión aeróbica de la madre de Rodrigo. El primer tema del show, “I u she”, aclaró los tantos en formato de manifiesto bisexual: “Yo no tengo que optar. Me gustan las chicas y me gustan los chicos”. Encajada en lencería desmontable y maquillada como un zombie que quiere pasar por vivo, trepó a un parlante y cantó desde ahí, ofreciendo su entrepierna a la concurrencia del sótano asfixiante.
Peaches capta clichés del rock horror show (Alice Cooper, Kiss, White Zombie), el rap y la cultura DJ y los transforma en un amasijo de carácter propio, en un karaoke desquiciado. “Chupate un subaco”, exigió en castellano imperfecto, mientras se lengüeteaba el sudor de las axilas. Merrill compone una bestia cuya genealogía se rastrea en la mujer barbuda del circo (emblema explicitado en la tapa de Fatherfucker), la stripper de burlesque y el MC (maestro de ceremonias) del hip hop. “Soy la clase de puta con la que querés estar”, rapea en “I’m the kinda”, antes de pasarse el micrófono por la vagina y dar paso a un zumbido de graves que hace vibrar los cuerpos de los 800 espectadores. Peaches se toca, pide que se toquen, se enreda en el cable del micrófono para producir una postal sado; se tira al público de espaldas y surfea sobre una ola de manos; alterna tanga con minishort, corpiño con malla enteriza, lentes de corazón con un rubor espeluznante.
Sus canciones, en tanto, funcionan como desechos refrescantes de una historia de espectáculos grotescos, pornografía y música de brillantina. Las luces responden a la taquicardia del beat y aplanan la palidez espectral de la performer, que pide desesperadamente comida y recibe como respuesta un cúmulo de ofertas genitales. “Tengo hambre. Pijas, conchas y culos voy a querer después. ¡Ahora quiero comida!” Una rubia en bombacha se acerca portando una fuente llena de naranja trozada. Peaches engulle la pulpa y escupe los carozos y el jugo a la pista, se atora y sigue comiendo. La criatura que Nisker pone en escena es un monstruo insaciable que sangra tinta por la boca, se atraganta y pide más. “Stuff me up” (“Atiborrame”), ruega Peaches, quien al final se trenza con dos chicas del público –igualmente excitadas– en una danza semilésbica al ritmo de “Fuck the pain away” (“A la mierda el dolor”). Ese montaje del desborde es el que ofrece el show. Y si bien es difícil calcular los efectos de una tercera o cuarta contemplación de semejante exhibición de excesos, la primera vez resulta encantadora.

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