ESPECTáCULOS
› ENTREVISTA A ZITO LEMA, POETA Y AUTOR TEATRAL
La voz del bronce que ríe
“El bronce que sonríe”, que se estrena este viernes, cuenta la historia del Palangana, un interno del Borda que el periodista y dramaturgo conoció hace años, y que en su delirio se cree Carlos Gardel.
› Por Hilda Cabrera
“Sufrí pasiones tristes, y ahora estoy entregado a una pasión feliz.” Con ese ánimo, arrebatado, el poeta, escritor y periodista Vicente Zito Lema se dispone a estrenar una pieza teatral sobre un texto propio, encargándose además de la puesta. Incide en esa felicidad el hecho de que le permite “reivindicar en un personaje, el Palangana, a los que no tienen voz, a los seres más humildes que viven situaciones extremas”. Así como el autor se siente ligado a una literatura y a un periodismo que califica de antropológicos, se considera cercano a un teatro de igual carácter, basado en parte en historias reales, y de intención poética. La obra lleva por título El bronce que sonríe (La historia del Palangana) y se estrena el viernes 14, a las 21, en el Palais de Glace, de Avenida del Libertador y Schiafino, donde irá de jueves a domingo en ese mismo horario. En diálogo con Página/12, Zito Lema destaca el simbólico regreso de Carlos Gardel a un ámbito que, según se cuenta, era frecuentado por el Zorzal en las primeras décadas del siglo XX. El Palais era entonces famoso salón de baile. Destinado después casi exclusivamente a exposiciones de artes plásticas, se abre ahora también al teatro. Si bien se concretaron allí algunas presentaciones escénicas, éstas fueron en general esporádicas. Como apunta Zito Lema, el estreno de El bronce... es de naturaleza “fundante”. Ha ideado para su puesta “dos escrituras: una lingüística y otra musical”. Esto último se debe a que una intérprete de piano ejecuta tangos en vivo durante la función. La historia que se cuenta fue publicada en formato libro en 1990. El título Voces en el hospicio (editado por Fin de Siglo) agrupó otros textos vertidos también a la escena, Gurka y Una carretilla de música. Esta versión de El bronce... será editada por Patagonia Poesía (su director es Roberto Goisman), incorporando los reportajes periodísticos realizados por el autor al Palangana, personaje que existió realmente, y algunas “reflexiones” sobre la locura y el mito, temas que en el montaje en el Palais se desarrollan en el ámbito de un set de filmación.
–¿A qué se debe la asociación que hace en la puesta entre el delirio y las imágenes elaboradas por el cine?
–Situé la obra en un set de filmación porque me parecía lo más cercano a un espacio generador de fantasías y ensueños. El Palangana podía vivir allí el sueño de ser Gardel, el triunfo que le negó su dura realidad. Al comenzar la obra se proyectan imágenes de Gardel, que el muchacho devora en el afán de apoderarse del mito y sobrellevar el peso de su diario vivir. Quise representar en ese delirio al Palangana y a todos aquellos que sufren intensamente la hostilidad y la marginación.
–¿Esa liberación de los humillados a través de la fantasía o el sueño, tiene algún punto de contacto con la escritura de Roberto Arlt?
–Y tan es así que a la historia del Palangana le di vida por primera vez dentro del periodismo, en la revista Crisis. El texto nació de una historia real. El Palangana era un interno del hospital Borda que empujaba el carro de comida para los otros internos. Lo conocí en la década del ‘70, coordinando un taller. Hace muchos años que vengo trabajando en talleres de arte y comunicación en hospicios, y no solamente de Buenos Aires. A este muchacho no le gustaba ese apodo, pero terminó incorporándolo. Dejó de importarle porque creía que los demás eran incapaces de reconocer que él era realmente Carlos Gardel. Esa forma de refugiarse en una figura símbolo me recuerda a un poeta que quise mucho y por quien luché, Jacobo Fijman, internado también él en un hospicio. Fijman era un intelectual, y fue también músico. Su refugio ante la injusticia y el desprecio de la sociedad fue la locura. Se identificó con un cristo, pero un cristo rojo. El Palangana no era un intelectual: provenía de uno de los sectores más humildes de la sociedad, pero tenía una gran sensibilidad.
–¿A qué atribuye esa necesidad de encarnarse en un mito?
–A pesar de las diferencias, lo que veo en la historia del Palangana y en la de Fijman es la búsqueda desesperada del amor, y por caminos que no son los habituales. Imaginemos qué nos queda por hacer frente a la sensación de que hemos fracasado y de que no hay posibilidad de modificar esa frustración. ¿Aceptamos ese estado emocional y real o, por el contrario, no teniendo otra salida existencial, buscamos encarnarnos en alguien que simbolice valores que apreciamos, como la belleza, la verdad y la justicia?
–¿Cuándo comenzaron los reportajes al Palangana?
–Los primeros fueron en 1973. Después tuve que partir al exilio. Cuando regresé, lo busqué en el Borda y ahí me enteré de que había muerto. Mantuve siempre en mí la idea de escribir su historia. Soy de los que escuchan seguido a Gardel. Un día empecé a fantasear, y retomé mis viejos apuntes y las grabaciones de los reportajes. Imaginé entonces al Palangana en un espacio propicio a los sueños. En la obra hay toda una historia con la muerte, con la huida del hospital, el regreso a su casa y el rechazo de la madre, que yo asocié con el rechazo del país hacia los que debieron esconderse o tomar el camino del exilio, que es otra forma de la muerte.
–¿Qué opina de la imposibilidad de aceptarse como lo que se es?
–Perder la identidad es la expresión del despojo más profundo. El humillado no puede proyectarse en la realidad: necesita de un sueño, de una figura mítica. El Palangana que huye del hospicio es un ser deteriorado. Lo único que va a encontrar es rechazo. No puede vivir un amor loco, y sólo a través del sueño le puede ganar a la muerte. En el personaje del Palangana puse muchas cosas de mi vida y experiencias de mi generación.
–¿El autoritarismo genera inevitablemente locura?
–Tanto en mis clases como en mis libros sostengo que la enfermedad mental es una de las formas más evidentes de cómo el autoritarismo actúa sobre la conciencia, destruyéndola. La forma más grosera es el terrorismo de Estado, pero el autoritarismo se da también bajo gobiernos democráticos, a través de los medios de comunicación y los discursos de los poderosos. Soy de los que creen que el autoritarismo parte del poder, y de allí hacia abajo, pero existe autoritarismo en las relaciones amorosas, en las de padres e hijos, docentes y alumnos... En el teatro veo, en cambio, un impresionante espacio de libertad.
–¿Le ofrece acaso más libertad que la escritura de un ensayo o un artículo periodístico?
–Llevo catorce libros publicados y dirigí muchas revistas de cultura: Cero, Liberación, Talismán, Crisis, Fin de Siglo y La Maga. Un poco tarde descubrí que en el teatro la escritura cobra vida real. Empecé a publicar a los 20 años, pero en el teatro me inicié hace apenas 15. En los proyectos de teatro uno nunca está solo, y eso es algo que aprecio mucho. En este montaje quiero destacar especialmente a Betty Raiter, que se ocupa de la dirección de actores, y al actor Carlos Mérola, quien trabajó intensamente durante meses para componer al Palangana, con el peligro que implica meterse en la piel de un ser tan absolutamente descarnado. También a la joven Paula Guia, egresada de la escuela de actuación de Raúl Serrano, quien compone los papeles de la madre y la novia del Palangana, y el de la Muerte, que, como todos sabemos, tiene todas las edades. Agradezco la dedicación de la pianista Alicia Mazzieri, una apasionada del teatro: apenas termina su trabajo en el Teatro Colón, viene al Palais a ensayar. Otros colaboradores impresionantes son Alberto Bellati, encargado de la escenografía, y Alberto Andreani, que es profesor de imagen de la UBA y que junto a un equipo de estudiantes se encargó de los videos y el diseño de luces.
–¿Cuándo regresó del exilio?
–A fines de 1984. Estuve cinco años en Holanda y un año repartido entre Dinamarca, Suecia y Noruega. Quise irme bien lejos. El exilio es una forma de la muerte, y quería pasar esa etapa de muerte simbólica en la mayor soledad. Nadie me conocía, y yo estaba muy lastimado: muchos de mis amigos habían sido víctimas del terrorismo de Estado. En Holanda encontré el amor en una compañera holandesa con la que tengo dos hijos, pero antes de eso pasé años de profunda tristeza. Me salvó, creo, este privilegio de escribir, y en los últimos años el de dar vida a mis personajes a través del teatro.
–¿Qué obras destacaría?
–En este momento pienso en Mater, un oratorio dirigido por Cristina Banegas, donde la actriz era Zulema Katz; en Una carretilla de música, que se estrenó el año pasado, y en Gurka, un monodrama que interpretó Ricardo Miguelez y dirigió Norman Briski. Gurka es la historia de Miguel, un ex combatiente de Malvinas que fue alumno mío en un taller de Comunicación en el Borda. Esta obra es muy representada por los elencos de provincias. Ahora mismo, en Corrientes, el Grupo Raíces, que está compuesto por actores menores de 20 años, la presentó en el concurso zonal, y lo ganó.