Mar 11.11.2003

ESPECTáCULOS

Un drama entre Genet y Evita

Basada en “Las criadas”, de Jean Genet, “Las mucamas” traslada la acción a un tiempo marcado por la figura de Eva Perón.

› Por Cecilia Hopkins

Un hecho de sangre sucedido en 1933 motivó a Jean Genet (1910-1986) la escritura de Las criadas, su primera obra dramática, estrenada catorce años después de ocurridos los incidentes que convulsionaron a la prensa y la opinión pública francesa: el crimen de las hermanas Papin, dos mucamas que ultimaron brutalmente a su patrona y su hija, al parecer, sin motivación alguna. La pieza fue inmediatamente vinculada con la corriente absurdista (a ésta le siguieron Estricta vigilancia, de 1949; El balcón, de 1957; y Los biombos, de 1961), mientras que su producción novelística fue considerada dentro del existencialismo, por sus preocupaciones en torno de la identidad y la alienación social. En Las criadas, Genet elabora la mayor parte de las situaciones a partir de un juego de roles entre los personajes: cuando quedan solas, Clara y Solange juegan a ser ama y criada, cuidando que la hermana dominante asuma el papel de la dueña de casa y la otra, el de su propia hermana. A diferencia de lo ocurrido en la realidad (el asesinato se concretó a golpe de cuchilla y martillo), las dos planean envenenar el té de la Señora. No obstante, las cosas no salen como estaban previstas.
Aun cuando está fijada en la Buenos Aires de 1952, a dos meses de la muerte de Eva Perón, la acción de Las mucamas sigue fiel a la obra original. Como en aquel texto, las hermanas juegan a representar el asesinato de la patrona, pero no se contentan con interactuar en el plano de lo ficcional. También han violentado los cajones de la Señora y hurgado en su correspondencia íntima para escribir la serie de cartas de denuncia en contra del amante de ésta, quien ya se encuentra preso cuando la obra comienza. Concebidas como una entidad indisoluble por la dueña de casa, Clara y Solange (interpretadas por Marcelo Xicarts y Pepe Simón, por momentos, muy pendientes de la risa que generan en el público al interpretar roles femeninos) están acostumbradas a que se las confunda, aunque las separan ciertos rasgos de carácter. El continuo juego de roles que practican cuando se quedan a solas logra su cometido: su odio renace con la teatralización de los momentos de humillación vividos a diario y a la vez se renuevan las promesas de venganza: “Se acerca el momento –advierten–, se acerca la rebelión de las mucamas”.
Sin embargo, a pesar de estar “hartas de ser un objeto de desprecio”, las hermanas sienten una inocultable veneración por el mundo que rodea a la Señora y este sentimiento contradictorio les impide concluir con su tarea homicida. Las mucamas encuentran en la Señora (María de la Paz Pérez), en todo su entorno y en sus vestidos, especialmente, la encarnación de un mundo que admiran profundamente, inalcanzable y cinematográfico. Al tiempo que desean todas sus posesiones –deliran con recato cuando reciben de regalo sus vestidos y sus pieles–, planifican meticulosamente el hundimiento de ese universo artificial que las somete confinándolas al humilde cuarto de servicio. En su obsesión por la pérdida de Evita –y aquí la singularidad de la versión de Espinosa y Podolsky–, la patrona asume para ellas el aspecto glamoroso de la Eva de aquellas primeras fotografías oficiales, que la muestran sonriente y segura de sí misma, ajena a la enfermedad. Pero el discurso de la Señora –que no soporta mirar los afiches de Perón y Evita por las calles, “con sus sonrisas de dioses olímpicos”– no condice con el de la “abanderada de los humildes”, como es de imaginar, sino que manifiesta el mismo rencor que le atribuyeron a Eva sus detractores cuando interpretaron que, al recibir el rechazo de la oligarquía criolla, no tuvo otra opción que volcarse a los sectores populares para conseguir un espacio en el cual reinar. El ámbito que contiene el desatinado juego de las mucamas –el coqueto cuarto de la Señora, con sus muebles de estilo y sus jarrones rebosantes de flores– parece extraído de un libro de imágenes troqueladas. De este modo, Daniel Santoro –artista plástico, autor de El libro del niño peronista– crea un decorado a la antigua usanza, a la medida de una de las imágenes posibles del poder idealizado.

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