ESPECTáCULOS
› “LA MADONNITA”, EN EL TEATRO GENERAL SAN MARTIN
El icono de los desahuciados
Con una notable actuación de Manuel Vicente, la pieza escrita y dirigida por Mauricio Kartun gira alrededor de una mujer prostituida desde niña, que sirve de modelo fotográfico y encandila a hombres rudos y desesperados de la década del ‘30.
› Por Hilda Cabrera
Lo que queda apresado en una foto es siempre una mirada en retrospectiva, pero todo lo que rodea a la mirada del que observa es imaginación generada en un presente. Ese enfoque no es virginal respecto de la mujer que posa de Madonnita, como podría darlo a entender este nombre que es, además, el título de la pieza con la cual Mauricio Kartun debuta como director. Las fotos transgresoras son tomadas por el marido de esa mujer silenciosa, que se presta a ser captada desnuda junto a un negro uruguayo en poses pornográficas que se venden como pan caliente entre los inmigrantes pobres de la Argentina de los años ‘30, hombres solos necesitados de un alivio. El encargado de la venta es aquí Basilio, un grandote algo embrutecido y aniñado que se enamora de la señora retratada con la habilidad de un mago por el marido Hertz. Como sus clientes, Basilio adora la “carita de placer” de la Madonnita, sus cabellos rojos y esa piel sin una mancha, que tan sabiamente ilumina el fotógrafo utilizando luz natural. Pero la mujer no tiene cabellos de fuego ni un cuerpo perfecto. Renguea y se la ve con ojeras. Tampoco se le conoce la voz, porque calla como los sometidos, aunque se reserva impulsos de rebeldía, y entonces huye o demuestra enojo en la rutinaria tarea de servir la mesa.
A esa mujer prostituida siendo niña no le ha tocado un bello papel en la sociedad a la que aquí se alude tangencialmente. Es la Madonnita de los rudos y los fracasados, como el mismo Hertz, un tipo acabado, que en lo formal se ocupa de eternizar en el papel bautismos, comuniones y casamientos. Un marginal más dentro de una sociedad en crisis, donde las transgresiones no lograrán nunca la celebridad que les otorga el arte, como la conmoción y fama de El almuerzo en la hierba, del pintor Edouard Manet. Esta Madonnita pertenece a un mundo de desahuciados y no al que compartía aquella mujer desnuda del cuadro sentada junto a dos caballeros bien trajeados sobre la hierba del parisiense bosque de Bolonia. De todas formas, los paisajes de las fotos de Hertz no son desastrosos. En su estudio, que es también vivienda, el hombre ambiciona y “pinta”, con otras técnicas, propias, entre éstas las de los “catadores” de luz natural. Esa es su manera de lograr algún prodigio.
Los elementos que aparecen diseminados sobre el escenario abonan en todo caso el sortilegio que se pretende crear a través de los diseños de luces y sonido. El espectador verá allí un antiguo reclinatorio, un biombo modesto y artesanal, una luna de cartón y muebles de estilo, además de un improvisado lecho oculto por un lienzo al iniciarse la obra. La historia se desarrolla en cuatro escenas que, en conjunto, pueden relacionarse con la idea de calvario. En su texto, Kartun las denomina Comunión, Carne vale, Sábado de Ceniza y Pascua de Resurrección, y es en ese orden que se producen las acciones destinadas a reflejar el desequilibrio emocional de los personajes y el agotamiento de algunos paradigmas sociales. En esta obra el significado de los términos Comunión y Pascua no son convencionales. Es evidente la destreza del autor de convertir en sugerente lo que es trivial y de entronizar con humor lo que es irreversible en las existencias de Filomena (la Madonnita), Hertz y Basilio. De ahí tal vez la mezcla de amargura e ingenuidad en la que parece descansar la escena de Pascua, en la cual los varones se dedican a idealizar sobre la Madonnita y, en lugar de disfrutar de una ginebra, como lo harían habitualmente, se disponen a tomar un vaso de leche y degustar una porción de rosca de Pascua. Esa escena se parece demasiado a un regreso a la infancia.
El espectador podrá hallar sin duda innumerables significados a esta obra, compleja en varios aspectos, incluido el estilo de actuación y el lenguaje, que es tosco y lunfardesco en Basilio (papel que interpreta de modo magistral Manuel Vicente), convencional y discursivo en Hertz y vacío de palabras, pero no de gestos, en Filomena. Lo asombroso de esta pieza es el apego a la propia persona que manifiestan los dos hombres. Para ellos la mujer es apenas deslumbramiento y negocio. Esto fuerza la entrada de planteos enriquecedores sobre la relación entre el varón y la mujer, y sobre el deseo atravesado por la violencia, puesto que en el transcurso de la obra se habla y fantasea más sobre el engaño y la muerte que sobre el amor.