ESPECTáCULOS
› LIBERTAD LEBLANC VUELVE A ACTUAR
DE MUJER FATAL EN LA CALLE CORRIENTES
“Yo siempre defendí la liberación sexual”
Durante los ‘70 protagonizó el contrapunto picante por excelencia: ¿La Sarli o la Leblanc? A diferencia de la Coca, la Diosa Blanca no era ni se mostraba ingenua: siempre cosechó fama de zarpada. Ahora vuelve a escena con La zorra y los lolitos, una comedia hecha a su medida.
› Por Julián Gorodischer
La Diosa Blanca quiere parecerse a lo que era: no defraudar al taxista que le atribuye, treinta años después, su primera paja. Ni al fotógrafo que se demora, y posterga el momento de decir: “Ya está”. El cuarentón redescubre en Libertad Leblanc el placer secreto de la piel lechosa (intacta), el colorcito claro (en el pelo, en la cara, en el escote), las formas redondas “de guitarra” que siguen firmes. Y la lengua suelta. Más fuerte que su imagen en la pantalla, fue siempre su intervención testimonial: en defensa del “sexo raro”. Si Isabel Sarli pecó de ingenua y extraviada, la Leblanc es hiperracional y más mundana. Si la Sarli cuida veinte perritos en su chacra del conurbano, a la Leblanc le siguen robando las bombachas de su departamento céntrico. Ahora remolonea en el sofá de terciopelo como una gatita. Mira a cámara y abre la boca, sacude la lengua como una batidora, rodeada de retratos de sí misma desnuda.
Fue, toda la vida, la rival de Isabel Sarli; el país podría resumirse en esa batalla entre la popular y la fina. La Leblanc vive encerrada en su piso de la Recoleta, protegida por alarmas para que no vuelvan a robarle las alhajas y las bombachas, como sucedió hace poco. Ahora tiene miedo. Pero en los años ‘80 dejó todo y se fue a recorrer el mundo, se olvidó de la star y se puso el disfraz de la común y corriente para gastarse lo que le quedaba de la gloria: los ahorros de su apogeo como actriz exclusiva de la Columbia hispana. “Dormí de cara al cielo en el desierto del Sinaí –dice–, colgué a la Leblanc en el placard, me corté el pelo, di un paso al costado.”
No desapareció del todo: un productor teatral recordó el poder de convocatoria de La flor del Irupé, el magnetismo de La perra, esos desnudos excitantes y la militancia por un primer destape sexual, aun en tiempos de feroz dictadura. “Yo fifo con quien me dé la gana”, dice ahora también, a días del estreno de La zorra y los lolitos, su regreso a la escena en el Teatro Premier. Para esa obra “hecha a medida”, la rodearon de musculosos y le asignaron el rol de agente de modelos (¿o madama?). “Soy como una Pancho Dotto, pero él es más correcto”, dice. La Leblanc será Ruth, una estafadora que promete “el oro y el moro” y siempre defrauda. Aunque la trama es lo que menos importa. Estará puesta allí para que se despliegue el recuerdo de la bomba sexy, con ayudita de los patovicas en cueros frotándosele como a las vedettes de antes.
–¡Basta de decir que fifás con quién se te da la gana!, me dijo hace poco Chiquita Legrand ¿Si es verdad, por qué no lo voy a asumir? Ella prefiere que diga: faire l’amour.
–Desde los años ‘70 usted fue pionera en la defensa de una liberalidad sexual.
–Yo hice mucho por la liberación sexual, pero nunca di nombres. No especulo con mi sexo ni con la pareja. Pero digo que me acuesto con quien quiera. Lo hacía en la época de los militares y ellos me mandaban flores: estaban locos conmigo, se calentaban, eran cholulos.
–¿Usted fue la gran ratonera del poder?
–Siempre se me vinculó con los poderosos, y aproveché para pedirles muchas cosas, pero nunca para mí. Llamaba a un militar y pedía por un amigo que no tenía teléfono: se lo ponían por decreto.
–Pero igualmente la censuraron...
–Miguel Paulino Tato, el gran censor de la Argentina, cortaba los desnudos, los pegaba y se los llevaba a su casa. Por lo menos, Isabel tenía a un Armando Bo que la defendía. Yo estaba sola; sufrí mucho la censura. Lo agarré al miserable de Tato, una vez, y lo arañé todo. Sáquenme esta loca, decía. Yo era una aplanadora; ahora estoy hecha un ángel.
La Leblanc fue la preferida del gusto castrense; bastaba mirarla en fotos para que se desatara la excitación del buen fascista: la blancura y lo terso culminando en la larga melena rubísima, la imagen de la aria sofisticada contrapuesta a la crin morocha de la Sarli. Ella ofrecía el “air” pornosoft y un desnudo por película, con una única escena de sexo en Furia en la isla pero con muchísimas tomas de esas que tanto complacen al uniformado: violencia de alcoba. En vigencia de un “sueño industrial latinoamericano”, cuando México era la Capital cinematográfica del mundo hispano, ella firmó contratos millonarios para mostrarse, a veces, al borde de la violación (nunca consumada), levemente excitada por el maltrato del macho. Sobrevivió, eso sí, a todos sus directores, olvidados, descartados por una fábrica de películas chorizo que sirvieron –dice– “para hacer guita”, más de cuarenta y resueltas rápido y “a fórmula”: desnudo, suspiro y beso para conformar al valijero de los ‘70. Ahora, la Leblanc no vuelve del retiro asceta sino de la vida loca.
–Tengo un novio en París, pero se quiere casar. Yo no me caso nunca más.
–¿Usted es esa amante extraordinaria, esa loba?
–Mmmmh ¿Cuánto hay? Vos creés que te voy a hablar gratis de mi sexualidad. Pero, eso sí, tuve un buen maestro. Con mi marido (el productor teatral Leonardo Barujel) no me fue bien, pero me llevó al despertar sexual, fundamental en una mujer. A través de él, amé después a todos los hombres. A mí me ofrecieron dinero, y nunca me sentí ofendida. El dueño de la cerveza polar de Venezuela, de la cual fui “la rubia de oro”, me propuso matrimonio, le dije que no, y a los tres meses se murió de un cáncer terrible. ¡Me hubiera quedado toda la fortuna! Pero es como la lotería.
Ahora que tiene que calzarse el vestido de gala y recuperar el escote, la Leblanc ingresa, por momentos, en un estado de melancolía. ¡El pasado! ¡El dinero! La Argentina industrial le prometió “salvarse”, y el Rodrigazo se lo llevó todo. Y cómo no comparar este presente de comedia “para zafar el verano” con el pasado a las órdenes de Alejandro Romay.
–Me hacía traer 250 plumas de faisán de París –dice–. ¡Y ahora no hay para una sola pluma!
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