ESPECTáCULOS › “EL GRAN PEZ”, UN DISFRUTABLE REGRESO AL MEJOR TIM BURTON

Un perfecto fabricante de mentiras

Luego del traspié de El planeta de los simios, Burton encuentra un vehículo inmejorable para su pasión de narrador de historias. Perdidos en Tokio, en tanto, demuestra las cualidades de Sofia Coppola en una historia de personajes extrañados en las antípodas del mundo.

 Por Horacio Bernades

Un drama íntimo, una saga de aventuras fabulosas, una apología de la mentira como invención, un manifiesto estético y personal, una teoría de la narración y una celebración del triunfo de ésta frente a la crasitud de lo real. Todo eso es El gran pez, con la cual Tim Burton borra de un plumazo la fea sensación que había dejado su remake de El planeta de los simios y se reinstala en el lugar que supo ganarse en los tiempos de El joven manos de tijera y Ed Wood: el de un inventor de mundos alternativos. Llamada a ser una de las películas de la temporada, El gran pez trae, a los cuarenta y pico, a un Burton más maduro y autoconsciente que nunca, poniéndole el broche de oro a su trilogía de los Edwards: Scissorhands, Wood y ahora Eddie Bloom.
Basada en una novela de Daniel Wallace y con guión de John August, El gran pez es un film tan pero tan burtoniano, que resulta asombroso que haya sido escrito por otros. Si desde los comienzos de su carrera el autor de Beetlejuice y las dos primeras Batman se había mostrado como un activista de la fantasía, la imaginería y los cuentos de hadas, en El gran pez encuentra a su perfecto alter ego: alguien dedicado a contar historias desaforadas, exuberantes, tan ramificadas como lo muestra el afiche de la película. El alter ego se llama Edward Bloom y su enfermedad terminal promueve la reunión familiar. Junto al lecho se reúnen, entre otros, su esposa Sandra (Jessica Lange, sin una sola cirugía a los 50 y pico) y su hijo Will, recién llegado de Francia tras larga enemistad con el padre (el magnífico Billy Crudup, protagonista de Casi famosos). Como no queda nada por hacer y además el viejo Ed (Albert Finney) se pasa las horas en cama, todo está servido para que –en una suerte de versión oral de Juan Carlos Onetti, que escribió toda su obra tumbado y en piyama– él cuente y los demás escuchen.
En eso y no otra cosa consisten las dos horas de metraje: en la sucesión de relatos imposibles que Edward Bloom hilvana frente a los suyos, y en los breves paréntesis que esas historias ceden a lo real. Narcisista irresistible, en esas historias Eddie (encarnado, en la juventud, por ese icono de la sonrisa artificial que es Ewan McGregor) se atribuye un tamaño más grande que la vida misma. Por su voluntad y la de Tim, todo lo que sale de su boca tiene el signo de lo desproporcionado, lo fabuloso, lo increíble: las victorias atléticas de la juventud, la visita a una profética bruja (Helena Bonham Carter, en uno de dos papeles), la amistad con un gigante gentil (Matthew McGrory, un gigante verdadero), la estancia en una suerte de limbo sureño (adecuadamente llamado Spectre), la amistad con el autor de los peores haikus de todo Occidente (Steve Buscemi, que pasa de poeta a ladrón y de ladrón a financista de Wall Street), el circo que capitanea el hombre lobo Danny De Vito y una antológica misión secreta en Corea del Norte, que incluye ventrílocuos rojos y siamesas comunistas. Este descabellado florilegio le permite a Burton cabalgar a través de casi todos los géneros clásicos del cine estadounidense, desde las películas de high school hasta las de terror, pasando por las de robos, las cómicas, las de guerra y las de amor. Narrados con embriaguez, sentido del humor, exuberante imaginería y alta poesía visual, dos momentos de El gran pez están llamados a integrar el más ilustre panteón del romanticismo cinematográfico. Uno es el flechazo amoroso de Edward Bloom, cuando, ante el conjuro de la chica de los sueños, el tiempo y las cosas se detienen y una lluvia de pochoclo queda en suspensión. El otro, la ofrenda de un campo entero de narcisos, cultivados para la amada. Narrador desbordante, Bloom encuentra un único y previsible obstáculo. Se trata de un realista a ultranza y no es otro que su hijo Will. Empeñado en conocer “el verdadero rostro” de su padre, Will no advierte que el rostro que busca no puede estar en otra parte que en esas historias imposibles.
Descabellado parecería también el proyecto burtoniano de insertar el mundo de Fellini en medio de una película que recoge y hereda toda la pulsión narrativa del mejor cine estadounidense. Legado que la propia ficción hace explícito, con ese pase de testigo final entre Edward, Will y el hijo de éste, todos aliados para mantener las ficciones vivas en el tiempo. Descabellado e imposible, como las historias de Bloom. Y sin embargo ahí está El gran pez, confirmando que lo imposible es posible.

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Los relatos imposibles de Edward Bloom incluyen su amistad con el gigante Matthew McGrory.
 
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