ESPECTáCULOS › A CIEN AÑOS DE LA INAUGURACION DEL TREN TRANSIBERIANO

Una poesía hasta el fin del mundo

En 1904 se inauguraban los casi diez mil kilómetros del mítico ferrocarril más largo del mundo, que une Moscú y Vladivostok. El poeta Blaise Cendrars le consagró un poema desmesurado y acorde.

 Por Juan Sasturain

Los amplios espacios del Asia septentrional y los hombres violentos o excesivos que los pusieron en el mapa sedujeron siempre la imaginación de Occidente. Desde Atila, que venía de donde antes no había nada, a Marco Polo, que volvió y contó que había de todo, ese inmenso vacío sólo pudo llenarse con pesadillas y fantasías. Fue, como América, uno de los lugares donde todo era posible. Tribus bárbaras y vastos imperios inhumanos dieron de contar y de pintar a un imaginario europeo cercado por un horizonte siempre interrumpido por montañas conocidas, una iglesia fechada, un castillo sin fantasmas. En Kublai Khan y La rebelión de los tártaros, Coleridge y De Quincey transcribieron sueños al dictado o reconstruyeron epopeyas de masas en espantosas soledades. Y los confines del Mar Caspio, la ominosa Siberia, ciertos nombres remotos y seductores como Manchuria, Turkestán o Mongolia siempre han tenido quién los escribiera. Incluso cuando la desmesura intentó ser acotada, hubo quienes –Kafka y Borges– reflexionaron sobre el gesto extremo del soberano capaz de construir una bella y monstruosa muralla que pretendió partir el mundo y la historia en un puro ahora y un sólo hasta acá. Hasta que llegó el ferrocarril, midió el infinito y esperó al poeta que lo abordara.

El sueño de Nicolás

Fue hace sólo cien años. Con un costo de 250 millones de dólares, culminó la última gesta bárbara en la región, una empresa destinada a conjurar tanta inmensidad: en 1904 se tendió –literalmente: se acostó sobre el mapa– el interminable Transiberiano, un tren largo, feo, inseguro y extraordinario. Tras trece años de trabajos comenzados bajo el zar Alejandro III y terminados de apuro por el trágico cabeza dura de Nicolás II, el ministro de finanzas del imperio ruso, Sergei Witte, pudo decir orgullosamente: “He dedicado mi cuerpo y mi alma a esta empresa”. También deben haber puesto algo las decenas de miles de trabajadores que sudaron y rodaron por los terraplenes de una construcción desaforada que la prensa calificó como “un trabajo de primera clase para un tren de tercera”. Es que el tendido al sur del lago Baikal fue dificultoso y todo se movía. Hubo diez descarrilamientos durante las pruebas y “el tren solía circular fuera de las vías, como las ardillas” dicen.
Tal vez por eso el zar no vaciló en pedirle permiso a China para trasladar parte del trazado algo más al sur, en territorio manchú, y así se hizo. Lo que no podía prever Nicolás –poco previsor en general– fue que esa concesión sería uno de los motivos de la nefasta guerra contra Japón, que estalló en febrero del 1904, apenas unos meses antes de que alguna cuadrilla anónima pusiera de apuro los últimos rieles para alcanzar los 9198 kilómetros nunca del todo bien medidos.
Al hacerlo, el operario encargado del cierre no sólo unió literalmente Moscú con Vladivostok (Europa con la costa del Pacífico), sino que posibilitó la comparación al paso que más de treinta años después usaría Raymond Chandler para describir una piña de su detective de turno: “La pegó como si estuviera dando el último martillazo que enterró el último remache del Transiberiano”. Qué bárbaro. A la inversa, Agatha Christie estuvo doscientas páginas sobre rieles en Asesinato en el Orient Express –un primo rico y cajetilla del monstruo ruso–, pero todo pasa tan rápido con su estilo pullman que no queda nada.

Cendrars, poeta pasajero

Pero el centenario Transiberiano quedaría fijado en la historia de la literatura y de la mejor poesía del siglo pasado no (sólo) por la brillante comparación del autor de El largo adiós, sino por un texto memorable y tan desmesurado como su férreo referente: la Prosa del Transiberiano y de la pequeña Johanna de Francia, paradójico poema con que en 1913 el incontenible Blaise Cendrars entró en la literatura y la poesía del siglo XX para quedarse.
Cendrars no se llamaba Cendrars –como muy bien ha recordado Christian Kupchik en el prólogo de su hermosa antología de cuentos argentinos sobre rieles– sino Frédéric Louis Sauser y era tan francés como su compañero Apollinaire: es decir, no lo era. Nacido suizo en 1887, de padre obviamente relojero, se dedicó a agotar las posibilidades de los caminos del mundo y la imaginación contrarreloj. Cendrars es el poeta en tránsito, el narrador del mundo en movimiento, la modernidad futurista de Marinetti y compañía sin las rigideces del maquinismo. La suya es la poesía que podía escribir “el hombre más libre del mundo” admirado por su discípulo Henry Miller.
Antes de los 20 años ya había ido y vuelto de Rusia, se le había incendiado –literalmente– una novia y en 1910 pareció cruzar el Atlántico sólo para estar con otra y poder –a la vuelta– escribir su primer libro, el extenso poema La Pascua en Nueva York, de 1912. Al año siguiente –amigo de Chagall, Leger y Modigliani– se juntaría con la pintora Sonia Delaunay para pergeñar el “primer libro simultáneo”, concebido formalmente para que se pudieran percibir al mismo tiempo los ritmos del color y la poesía. Primer y único ejemplo de “simultaneísmo”, celebrado por el mismo Apollinaire que por entonces publicaba Al- cools, la Prosa del Transiberiano es un libro-objeto admirable, digno del tema que caprichosamente lo convocaba.
Los 445 versos irregulares impresos en diferentes y expresivas tipografías y tintas están acompañados por dibujos abstractos que marcan ritmos y colores acordes. Pero el dato no es ése. El texto no se fragmenta en páginas sucesivas, sino que se acumula sin cortes en una larga tira plegada verticalmente en forma de acordeón: dos metros de poesía. El orgullo de Cendrars era poder decir que los 150 ejemplares de la tirada, sumados (o añadidos) alcanzaban la altura de la torre Eiffel... Todo un símbolo.
La técnica poética de Cendrars, que reiteraría en Panamá y las aventuras de mis siete tíos del año siguiente, combina el relato seudobiográfico –hay elementos de su estadía en Moscú entre 1905 y 1907: “En aquel tiempo yo era un adolescente / apenas tenía dieciséis años y no recordaba mi infancia”– con la fascinación de lo lejano como posibilidad de una aventura vital que pueda conjurar una tristeza radical y volvedora. El poema propone el registro simultáneo de lo vivido y lo imaginado (esa fantástica guerra ruso–japonesa de telón de fondo) y del sentimiento, yuxtapuestos sin transición o eslabonados por el leimotiv que vuelve y vuelve en boca de la frágil Joanna: “Dime, Blaise: ¿estamos muy lejos de Montmartre?”. Por algo el poema–objeto arranca con el mapa del itinerario del Transiberiano a través de Asia y concluye con la Torre y la Rueda gigante, símbolos de la moderna París de la Belle Epoque.

“Libre como un hombre”

Con los años, hemos leído y releído a Cendrars a partir sobre todo del fervor que supo transmitir Henry Miller en su evocación memorable de Los libros en mi vida. La Prosa del Transiberiano, ahora en ediciones “normales”, se sostiene con un vigor y convicción de modernidad que sólo los esplendores de Zona –que es del mismo año– lo acompañan en la vanguardia de la poesía francesa anterior a la Gran Guerra. La misma guerra que se llevaría pedazos de los dos poetas de la “legión extranjera”: Apollinaire, con una esquirla en la cabeza, no sobreviviría a una fiebre española; Blaise, mutilado su brazo derecho en 1914, viviría para contarlo como nadie, de zurda.
El poeta siguió dando vueltas por el mundo, anduvo por Brasil y por acá, hizo cine, renovó las técnicas del relato de ficción con El Oro y Moravagine en los veinte y, mientras se alejaba de la poesía, con El hombre demolido, La mano cortada y los grandes relatos evocativos y fantásticos de la segunda mitad de los cuarenta dio cuenta como nadie de las grotescas miserias de la guerra.
La alegría furiosa de vivir acompañó a Cendrars hasta el final, en 1961. Vivió como escribió hace setenta años en Traje blanco: “Feliz como un rey / rico como un millonario / libre como un hombre”.

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El proyecto del Transiberiano inspiró a Cedrars para una obra atípica, poética y técnicamente genial.
 
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