Jue 05.08.2004

ESPECTáCULOS  › ENTREVISTA AL COMPOSITOR KRZYSZTOF PENDERECKI

“Todos imitaban mis obras vanguardistas, incluso yo”

Su música fue utilizada en películas como El resplandor. Fue icono de las vanguardias y fue, después, despreciado por ellas. Krzysztof Penderecki, que dirigió a la Filarmónica en una de sus obras más recientes y cuya ópera Ubú rey se estrena hoy en el Colón, habló con Página/12 acerca de la modernidad, el estilo, el jazz, el rock y, por supuesto, la libertad.

› Por Diego Fischerman

Una de sus obras más famosas, el Treno para las víctimas de Hiroshima, lleva una orquesta de 52 cuerdas hasta el límite de la experimentación, por un lado, y de la expresividad, por el otro. Esa especie de doble papel jugado por esa composición escrita entre 1959 y 1961 pone en escena la primera paradoja: Krzysztof Penderecki, reconocido en la década de 1960 como uno de los autores más importantes de la vanguardia, nunca estuvo en ella. O, mejor, nunca perteneció al grupito de los que se sentían sus propietarios e hicieron un credo de la abstracción, el cálculo y las formas puras.
La otra paradoja es más compleja. En los setenta, el compositor polaco abandonó la modernidad (o esa clase de modernidad obligatoria que para ese entonces ya se enseñaba en los conservatorios y universidades) o, como dice él, “me fasciné con el romanticismo”. A partir de allí tuvo varios estilos pero los adalides de la corrección atonal nunca los aceptaron. Un compositor debía tener lenguajes nuevos; debía ser original; su voz debía ser inconfundible. “Sucede que obras como el Treno... fueron imitadas hasta el cansancio. Y yo mismo podía imitarlas, una y otra vez”, explica Penderecki en un diálogo con Página/12. “En cambio mis obras actuales son más difíciles de imitar.” Si la vanguardia, como género –o, por lo menos, como concepción creativa– busca lo sorprendente, lo que se aleja de lo instituido, las obras de Penderecki más resistidas por la academia, más imprevisibles y, en sus palabras, menos imitables, no son las antiguas sino las más actuales, en las que entra y sale con tanta fluidez en los efectos tímbricos más modernos como en los pasajes más declaradamente tonales y en los gestos más románticos. “En los últimos treinta años se vivió una obsesión, un trauma alrededor de las vanguardias. Lo mejor ocurrió en los finales de la década de 1950 y comienzos de la siguiente. Pero luego se terminó. Llegaron los más jóvenes, y para ellos ése ya era el camino de sus mayores. La vanguardia, es decir una clase especial de vanguardia, no puede durar cuarenta o cincuenta años. Es contradictorio con su esencia”, afirma el autor.
En Buenos Aires para dirigir la Filarmónica de esta ciudad, con la que hizo la obra Metanorphosen, completado en 1995 y dedicado a la violinista Anne Sophie Mutter –aquí la solista fue Akiko Suwanai– y para asistir al estreno sudamericano de su ópera Ubú rey –hoy a las 20.30, en el Teatro Colón–, Penderecki opina que “más que vanguardias, se trata de libertad, de que cada uno pueda escribir lo que tenga ganas de escribir. Los compositores, en los sesenta, querían ser nuevos y sonaban todos iguales”. El, sin embargo, no pasó por el mismo proceso. Aun cuando era reconocido por la vanguardia como uno de los suyos, su música sonaba diferente. “Es que mi música era mi música”, dice. No obstante, tampoco los enemigos del progreso podían llevarlo a su terreno con facilidad. Penderecki está lejos de rubricar lugares comunes acerca del sentimiento como motor de la creación o de la falta de importancia de la técnica. “Componer es utilizar técnicas de composición”, define. Y, hablando del famoso Treno, cuenta: “La idea no nació de lo literario ni del homenaje sino de lo sonoro. Yo, en ese entonces, estaba trabajando en música electrónica y empecé a experimentar con las cuerdas, buscando efectos que había encontrado en el laboratorio. Eso fue lo que me hizo pensar en Hiroshima, un sonido”.
–Usted utilizó guitarra y bajo eléctricos, en la Partita y en la ópera Los demonios de Loudun y luego jamás volvió a hacerlo. ¿Qué fue lo que le interesó de esos instrumentos, a comienzos de los setenta, y qué fue lo que dejó de interesarle de ellos?
–Dejó de interesarme la electrónica, en realidad. No la experimentación tímbrica. En obras más recientes he utilizado ocarina, nuevos instrumentos de percusión o tubaphone, en Las siete puertas de Jerusalén. La Partita era una especie de concerto grosso y allí me interesaba trabajar con las guitarras eléctricas en relación con el clave.
–El clave es una especie de constante a lo largo de su carrera. Está en obras tempranas y también, por ejemplo, en Metamorphosen.
–El chiste que podría hacer es que el clave me interesa porque se acerca a la guitarra eléctrica. En realidad, más allá de una cuestión de gusto y, tal vez, un cierto sentimiento de época que tiene que ver con que el redescubrimiento del clave, que había dejado de usarse por dos siglos, coincidió con esos años, lo que me interesa es la posibilidad absolutamente límpida de dibujar las voces, que no poseen instrumentos de teclado más modernos.
–Una de sus composiciones está concebida para orquesta de free jazz, ¿qué significa esa elección?
–Es una sola, nada más. Es una manera de rendir homenaje desde mi fascinación por el jazz, empezando porque era una música prohibida en mi juventud. El jazz era un producto de la cultura capitalista así que en Polonia era muy difícil escucharlo. Así que a mí me gustaba muchísimo.
–¿Qué clase de jazz, Glenn Miller u Ornette Coleman?
–Glenn Miller no, por supuesto. Algo que para mí tuvo mucha importancia y me permitió descubrir un mundo musical nuevo, fue la visita a Polonia de Dave Brubeck, en el ’56 o el ’57, muy tempranamente. Ese era el jazz que más me interesaba. El jazz moderno. Escribí esa obra pensando en eso, pero nunca volví al jazz.
–¿El rock le interesó de alguna manera?
–No, porque no tiene nada de nuevo. El jazz tuvo una gran influencia de los compositores de comienzos del siglo XX y también los influyó a ellos: Stravinsky, Milhaud. El rock, en ese campo, ni fue influido ni fue influyente.
–En su obra es posible distinguir un fuerte sentido dramático, una idea de dramaticidad de los recursos musicales...
–... De joven trabajaba en un teatro, estudié en un teatro, escribí música para el teatro. Compuse más de ochenta obras para teatro y obras escénicas, incluyendo mis tres óperas –Los demonios de Loudun, El paraíso perdido y Ubú rey– y películas. Ahora, precisamente, estoy trabajando en dos óperas nuevas, una para niños y la otra basada en Fedra, de Racine.
–¿Qué piensa del uso de su música en los films El exorcista y El resplandor. ¿Es una especie de especialista involuntario en la musicalización de películas de terror?
–El resplandor es una muy buena película. Me gusta. Y me gusta lo que hizo Kubrick con la música. Pero allí sucede algo curioso. El utiliza un fragmento de El sueño de Jacob y lo que suena es verdaderamemte aterrorizante. En cambio si uno escucha la obra –escrita para festejar el vigésimo quinto año del príncipe Rainiero III de Mónaco en el trono–, no tiene nada de terrorífico.
–¿Le interesa su música más antigua?
–Sí, y la dirijo en concierto, también. Lo que sucede con una composición como el Treno, por ejemplo, es que necesita una cantidad de ensayos adicionales que es muy difícil lograr con la mayoría de las salas.
–¿Qué música prefiere escuchar?
–El clasicismo. Beethoven. El primer Stravinsky. Ligeti. El primer Boulez. Shostakovich. Bartók. Prokofiev. De todas maneras, hay música que me da placer escuchar pero que no dirigiría.
–¿Por qué no dirige Ubú rey?
–Por falta de tiempo. Haber dirigido la ópera hubiera significado estar seis semanas antes en Buenos Aires. Lo que puedo decir es que va a ser una versión musicalmente magnífica. Los cantantes y el director son extraordinarios.

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