ESPECTáCULOS › EL CUBANO PAQUITO D’RIVERA FESTEJA SUS 50 AÑOS CON LA MUSICA
“Voy a seguir aprendiendo toda la vida”
Es el invitado estrella del Festival Internacional de Música de Buenos Aires, que se desarrolla en el Teatro Colón. Siempre con buen humor, critica con el mismo énfasis a los intérpretes clásicos incapaces de improvisar y a los jazzeros que reniegan de la formación académica.
Por Karina Micheletto
Paquito D’Rivera activa con tanta pasión la defensa de la música sin fronteras de géneros como el anticastrismo encarnizado. Uno y otro tema lo hacen levantar el tono de sus declaraciones, siempre con toques de humor a la cubana. Prefiere no dotar de nombre y apellido al “barbudo” y aporta un anecdotario de sus días en La Habana que incluye censuras y malos momentos varios. Cuando se le pregunta sobre su música bromea sobre los intérpretes clásicos incapaces de improvisar dos notas y sobre los jazzeros que reniegan de la formación académica. Sabe de lo que habla: él y el trompetista Wynton Marsalis fueron los únicos artistas que obtuvieron premios Grammy en las categorías de Clásica y Jazz a la vez. Llegó a la Argentina como invitado estrella del Festival Internacional de Música de Buenos Aires, que se está desarrollando en el Teatro Colón organizado por la Asociación Eldorado. Este será el espacio para la celebración de los 50 años con la música del saxofonista, clarinetista y compositor, el próximo lunes a las 20.30. El jueves el cubano radicado en Estados Unidos volverá a actuar en el cierre del Festival como solista de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires.
Los caminos musicales recorridos por Paquito D’Rivera pasearon por distintas orillas. Por eso llamó Riberas al disco que grabó con el Cuarteto de Cuerdas de Buenos Aires, parte de cuyo repertorio volverán a interpretar juntos en el Colón. El clarinetista fue uno de los creadores de la Orquesta Cubana de Música Moderna y más tarde de Irakere. El grupo, que hizo historia con una explosiva mezcla de jazz, rock, música clásica y afrocubana, le sirvió a D’Rivera y a Sandoval para recorrer el mundo. Y para quedarse tan pronto como pudo en los Estados Unidos. Chucho Valdés, en cambio, eligió desarrollar su carrera en Cuba.
Además de una extensa actividad musical, D’Rivera tiene una faceta menos conocida: también escribe. A su primera y reciente novela le puso título de rumba, Oh, La Habana, e hizo desfilar por ella a personajes centrales de la música tradicional cubana como Cachao, Chocolate Armentero, Benny Moré, Ernesto Lecuona, Celia Cruz y su marido, Pedro Knight. Paquito los conoció a todos en el pequeño comercio de su padre, que era saxofonista clásico y vendía instrumentos musicales. “Me fascinaba ir allí para escuchar sus historias. Y entre los cuentos que oí y los que inventé armé mi novela”, explica el músico. En Mi vida saxual, una suerte de autobiografía novelada, cuenta su encuentro con el mismísimo Che Guevara. “Tendría 16 años y por supuesto quería conocer al Comandante del que todos hablaban”, recuerda en diálogo con Página/12. D’Rivera debe ser una de las pocas personas que no transformaron el relato del encuentro con el mito en una anécdota grandilocuente que va creciendo en cada repetición: “Cuando logré llegar a él me preguntó: ‘¿A qué te dedicas?’ ‘Soy músico’, le dije. ‘Bueno pero ¿y en qué trabajas?’, me respondió él. Eso fue todo”, minimiza en su respuesta. “Ese hombre nada más tuvo éxito como icono del capitalismo, poniendo su cara en las remeras”, concluye.
–Los aniversarios redondos como el de sus cincuenta años con la música suelen promover los balances. ¿Qué dice el suyo?
–Que si tuviera que hacerlo otra vez lo haría de nuevo. Todo igual. Hacer música y escribir, en ese orden, porque quizá podría vivir sin escribir, pero no sin tocar. Soy feliz porque cada vez tengo más para aprender. Como dice un amigo, cuando piensas que eres un músico terminado, estás terminado. Yo pienso seguir aprendiendo toda la vida. Hasta de la gente más rústica o con menos formación musical que yo.
–Las riberas de la música clásica y el jazz en las que usted se mueve son para muchos antagónicas.
–Lamentablemente, para muchísimos. Para mí y para otros como Wynton Marsalis, la música es una sola. Por suerte en el último tiempo más y más gente se está dando cuenta de esto. Sobre todo las nuevas generaciones. Durante años ha habido un hueco enorme entre la educación musical clásica y popular, y es muy contraproducente, no logramos nada divorciando un lado del otro. El resultado es que la gente del jazz no quiere saber nada de los clásicos. De esa forma están ignorando siglos de tradición musical que pueden aportar a lo contemporáneo. Y por otra parte los músicos clásicos están perdiendo la frescura de la música popular.
–¿Este divorcio interfiere en su trabajo con otros colegas?
–¡¡Uff!! ¡Qué trabajo les cuesta a los clásicos entender la síncopa, qué gallegos son, mi madre! A veces me pongo a escribir cosas para quinteto de vientos o cuarteto de cuerdas y cuando las llevo me miran como a un ser extraterrestre. Me dicen: ¿qué es esto? ¿es piannissimo o mezzo forte? ¡Qué carajo importa, tócalo a tiempo y ya! No hay forma con ellos. Claro, si se pasan la vida escuchando a Bach y no conocen a Celia Cruz ni de nombre, nunca lo van a entender. Y a los de jazz, mientras tanto, tú les hablas de una fuga y te dicen: ¿Qué? ¿Quién se escapó? Eso es muy limitante, y también aburrido. Yo no creo en el aprendizaje de la música de oído, eso es un disparate. Pero no poder tocar de oído es otro disparate. He escuchado un chiste que me suena muy real: ¿Cómo haces para que un guitarrista popular baje el amplificador? Ponle un papel delante. ¿Y cómo logras que un guitarrista clásico deje de tocar? Sácale el papel. Es una gran verdad.
–La memoria de la infancia suele servir de filtro para los buenos recuerdos. ¿Escribir Oh, La Habana le sirvió para reconciliarse con Cuba?
–Yo nunca me peleé con Cuba, me peleé con la dictadura de Cuba. Pero sí, escribiendo tuve la oportunidad de recordarme cosas muy lindas. La Habana fue la ciudad más bella del mundo. Enamoró a muchos argentinos, como Libertad Lamarque. Hasta que llegó este barbudo y la destruyó.
–¿Por qué entonces piensa que tanta gente siente una admiración casi romántica por Fidel Castro?
–Bueno, de lejos es maravilloso. Aquí ha sido recibido como toda una estrella por el Presidente. Qué barbaridad...
–¿Tiene contacto con familiares y amigos en Cuba?
–Sí, hablamos bastante por teléfono. Las conversaciones son deprimentes porque son monólogos: “¿Qué tú estás haciendo?”, me preguntan. “Fui aquí, allá, hice esto, lo otro...” En casa nos vamos pasando el tubo y todos tenemos cosas para contar, buenas o malas. Ahora, cuando viene la repregunta “¿Y tú?” “Ahí”, contestan. “¿Qué estás haciendo?” “Ná. Lo mismo”. “¿Lo mismo qué?” “Ahí.” No hay nada que contar. No pasa nada. Eso es lo más terrible. Hay un libro de Zoe Valdés que habla de esto, La nada cotidiana. ¿Se da cuenta? Todo ese entusiasmo que tienen aquí por el socialismo, ni siquiera eso tenemos en Cuba.
–Llaman la atención historias como las de Bebo y Chucho Valdés, padre e hijo eligieron caminos distintos, el primero se fue y el otro se quedó y cada uno dice tener sus motivos.
–Pero a uno puedes creerle lo que dice y al otro no. Bebo puede decir lo que quiera desde Europa, hasta puede vitorear a Castro. Chucho no. Es muy difícil creerle al cubano que vive en la isla que lo que dice en público es realmente lo que está pensando. A mi casa van amigos cubanos que despotrican horrores sobre la vida que llevan. Ese mismo cubano frente a una cámara habla de las escuelitas y el hospital. Chico, eso no fue lo que tú me dijiste en mi casa. Y qué tú quieres que haga, me dicen ellos, tengo que volver allí.
–¿Y por qué cree que gente como ellos o Chucho Valdés, que tienen oportunidad de irse, no lo hacen?
–Porque hay que tener timbales para irse. El exilio es muy duro de llevar. Para ellos es más fácil vivir como viven. Sólo tienes que aplaudir cuando te lo piden y decir a todo que sí. Si tú puedes hacer eso, entonces eres el hombre nuevo que pensó el Che Guevara. Yo no puedo.