ESPECTáCULOS › EL EXPRESO POLAR, UN CUENTO DE NAVIDAD DE
ROBERT ZEMECKIS, CON TOM HANKS DIGITALIZADO
Paradojas de una realidad transfigurada
Hollywood experimenta animando actores por computadora y plantea la pregunta por la pertinencia de los sucedáneos de lo real.
Por Horacio Bernades
Es un poco raro que al final de El expreso polar, en los títulos de crédito se lea el nombre de Tom Hanks, encabezando el “elenco”. Como si el actor de La terminal hubiera protagonizado efectivamente esta película. Cuando lo que en realidad aparece en pantalla, durante todo el metraje, es una versión digital de Tom Hanks. Lo más que puede decirse de esa algo tosca figura animada es que se parece a Tom Hanks, pero nunca que se trate de él mismo. En verdad –y por mucho que se hable de ella como del despegue definitivo de la digitalización–, El expreso polar parecería empeñada en demostrar que lo que hay entre la cosa y la copia es una distancia insalvable.
Más aún, parece pertinente preguntarse por qué filmaron El expreso polar en digital, si lo único que querían era imitar lo real. En lugar de tomarse el trabajo de ponerles a Tom Hanks y el resto del elenco un casco en la cabeza y llenarles el cuerpo de chips, cuestión de imitar sus movimientos más infinitesimales, ¿no hubiera sido preferible filmarlos así como estaban y listo? Y si no, hubieran optado por lo contrario, inventando un mundo plenamente digital, no un mero sucedáneo del real. En algún punto, el camino del medio que eligieron los responsables de El expreso polar aparece como la peor opción. La de un simulacro vergonzante, que no se anima a despegar del todo y mantiene todavía la falsa ilusión de “ser como lo real”. Tal vez en esa ilusión resida una suerte de enfermedad constitutiva, ya no sólo de El expreso polar, sino de buena parte del cine de Hollywood. Y hasta de la cultura estadounidense en su conjunto, por qué no.
No es raro que al frente de este proyecto aparezca Robert Zemeckis. Desde siempre, el director de Volver al futuro, Forrest Gump y Náufrago apareció como un Spielberg algo menos ambicioso, algo menos grandilocuente. Como en el auteur de E.T., habita en Zemeckis una doble naturaleza, que muy bien puede verse como emblemáticamente “americana”. Por un lado, el gusto por la ilusión, la vocación de ingenuidad a todo precio, llevada posiblemente a su extremo en Forrest Gump, primera de sus asociaciones con el spielberguiano Tom Hanks. Por otro, la obsesión por explorar al límite las maquinarias que permiten fabricar esa ilusión, y que el cine estadounidense de las últimas décadas identifica con los efectos especiales. La combinación carne & hueso + dibujitos animados de ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, el efecto-Zelig de Forrest Gump, los cuerpos deformados de La muerte le sienta bien y ahora, el universo digital de El expreso polar.
Basada en un brevísimo relato para niños de Chris Van Allsburg (apenas 32 páginas), El expreso polar es una típica fantasía de Navidad. A punto de descreer para siempre de la existencia de Papá Noel, un niño de unos 11 años recupera la “fe”, al toparse cara a cara con el gordinflón que hace “Jo, jo, jo”. “¿Es verdad lo que estoy viviendo o es sólo un sueño?”, es la pregunta que durante todo su viaje al Polo Norte (allí donde, se supone, vive aquel producto de la mitología escandinava) no dejará de hacerse el protagonista. “No importa si es o no un sueño, lo que importaes no perder las ilusiones”, será la moraleja final. Ya se sabe que no hay cuento de Navidad que no venga con moraleja adosada, y si hay algo que El expreso polar no pretende es ir en contra de ninguna tradición.
Hanks representa cuatro papeles: el conductor del tren, una suerte de fantasma de Woody Guthrie que viaja en él de polizonte, el papá del protagonista y un Papá Noel algo más escuálido que lo habitual. Como si eso fuera poco, Hanks le pone también la voz al niño, que recuerda de grande. Ahorrar plata en actores y ponerla toda en tecnología de punta parecería ser la reveladora fórmula de El expreso polar. Más allá de esto, la película funciona durante toda su primera mitad, narrando el conflicto del protagonista con convicción y logrando poner al espectador en sus ojos. Cuando el viaje está promediando empiezan a aparecer los problemas. Descontando el hecho de que el movimiento humano y ciertas zonas de la anatomía (la boca, sobre todo) siguen siendo demasiado duros de roer por parte de la tecnología numérica, uno de los inconvenientes mayores de esta megafantasía es el modo en que estira un relato de pocas páginas.
Sin mucha miga donde hincar el diente, la película de Zemeckis opta simplemente por fugar hacia adelante, igual que ese expreso que va rumbo al Polo. Los mecanismos dramáticos se igualan a los de un parque de diversiones, con montaña rusa y tren bala incluidos. A partir del momento en que llegan a las tierras de Noel, la iluminación –hasta entonces embellecida por la presencia de la nieve y de la noche– se hace tan chillona como la de un restorán chino. En la escena culminante, decenas de miles de duendes, vestidos de rojo y formados militarmente, aguardan la salida de palacio de Papá Noel, vivándolo como a una estrella pop. La cámara observa todo desde un enorme plano general, digno de Eisenstein en Octubre.
Versión megaevento de los buenos tiempos de la Plaza Roja (incluyendo Palacio de Invierno y hasta un Papacito José, que en lugar de bigote manubrio luce barba blanca), ese imperio polar ostenta características claramente dictatoriales. Polo-Panóptico, incluye una suerte de central de vigilancia, desde la cual montones de bandejas giradiscos transmiten villancicos a cada casa. ¿Bing Crosby cantando White Christmas en una versión con gnomos de la Unión Soviética? En ese momento es posible que el espectador también se pregunte, como el protagonista de El expreso polar, si lo que está viendo es verdad. Acaso esté soñando.