ESPECTáCULOS › EL RODAJE DE ELEFANTE BLANCO
Los amores niños, en Ciudad Oculta
El director Juan Labaké rueda un film con los pibes de un barrio despojado.
Por Mariano Blejman
La hilera de ropa colgada en la terraza del edificio conocido como el Elefante Blanco no es parte del decorado. Podría serlo, pero no lo es. Pertenece a una de las familias que vive en uno de los pasillos de alguna de las áreas del inmenso edificio peronista, con aires grandilocuentes, con un presente vaciado. Ahí colgaron la ropa y ahí quedó, en el medio del set de filmación. El Elefante Blanco no es una metáfora de nada sino una clara realidad: el edificio alberga ahora un comedor que se llama igual y alimenta a 200 chicos de Ciudad Oculta (en Eva Perón –si se piensa, es irónico que se llame Avenida del Trabajo a esa vía que atraviesa el corazón de un barrio de gran desocupación– y General Paz, el borde sudoeste de Buenos Aires). Ese edificio es el set de filmación de la opera prima cinematográfica del actor Jorge Labaké, Elefante Blanco, que está siendo rodada en el corazón del asentamiento donde viven 15 mil familias de bajos recursos.
La historia que se está registrando en celuloide puede resumirse en la de un grupo de chicos que se “complota” para vencer a los mafiosos del barrio, con la intención de volver a abrir una fábrica cerrada durante los años ‘90. Pero es un resumen demasiado simple: la gran mayoría de los actores jóvenes y adolescentes ha salido del taller que el propio Labaké dio en Ciudad Oculta, desde que ingresó al Elefante Blanco a buscar a un amigo médico y se dijo a sí mismo: “Este lugar da para una película”. De varias maneras, los integrantes del grupo aportaron al guión.
Labaké se pasó un año dando un taller de teatro que rápidamente se hizo popular en el barrio, y despertó recelos en el clero local, que nunca ve con buenos ojos que se metan en su terreno. De ese teatro, de esa convivencia en lo que él llama “una ciudad medieval, donde la fortaleza vive de puertas abiertas hacia adentro, amurallada hacia afuera”, es que salieron las historias que finalmente se están terminando de rodar para Elefante Blanco, que incluye “riñas de niños” sobre mesas de pool para turistas necesitados de emociones fuertes.
Pero de emociones fuertes está lleno el rodaje del film, cuya historia fue cambiando durante los días en que las cámaras permanecieron allí, aguantando el insoportable calor que despiertan los olores dormidos durante el invierno. Elefante Blanco será, si todo sale bien, una película de acción, un thriller social, con Ciudad Oculta como escenario de fondo. Podría verse como la historia de un grupo de personas que no tiene nada que perder, poco por ganar, pero dispuestos a poner el cuerpo por su presente. “Esto no es Amores perros, es ‘amores niños’. Porque son los chicos expuestos a una dinámica feroz, como metáfora de una sociedad despojada de todo sentido”, dice Labaké.
“Cheeeeee –arrastra las e–, apúrense que en un rato me voy”, amenaza Matías, aunque la sentencia no suena real. Matías, de 12 años, ha sido uno de los más responsables a la hora de rodar. Siempre estuvo donde tenía que estar. Siempre hizo lo que tenía que hacer, y Labaké todavía no puede creer su nivel alcanzado, así que ahora piensa en una nueva película con él. A la lista se agregan Rocío, Maxi o los nenes Moquito o Marciano.
El Moquito hace honor a su nombre de sólo mirar su nariz, y se cuelga del cuello de Labaké mientras conversa con Página/12, como si fuera un collar puesto de apuro. De fondo se escucha una música –no es cumbia, algo que rompe decididamente el estereotipo– mientras alguien prepara unas milanesas de pollo, arroz y zanahoria en el mismo merendero que hace un tiempo consiguió unas máquinas “gracias a que la CTA nos prestó la personería jurídica”, dice Graciela, que lo creó mientras el país se caía a pedazos en medio de la crisis del 2001 y todavía no se ha detenido. Fue durante esa crisis que Labaké comprendió que el barrio vivía tiempos distintos, en un estado de flotación que lo sacaba del derrumbe.
Ahora, Graciela está muy contenta con Labaké por las recomendaciones que los viene dando, porque los ayudó a construir unos hornos donde hacen sus panes, que venden tanto para afuera del barrio como para adentro. Porque Ciudad Oculta no tiene límites hacia adentro, todos son hacia afuera. Todo se comparte, todo se disputa, las puertas permanecen abiertas dentro del barrio, a pesar de los resquemores, de los aguantaderos, de las cocinas, de los hospitales de campaña. Donde se cierra es hacia afuera.
Los que no estuvieron contentos al principio fueron algunos muchachos del barrio, que sintieron que otra vez los estaban usando. “Siempre vienen medios al barrio, o vienen los punteros o vienen cámaras de televisión y se llevan historias, pero nunca devuelven nada. La gente cree que los están usando todo el tiempo, y tienen bastante razón”, dice Labaké. De hecho, hace unos días algunos canales de televisión se acercaron a filmar el rodaje y después Labaké tuvo que volver a retomar la confianza del barrio, como si tuviese que empezar de cero.
“La gente ha sido muy amable con nosotros”, dice la actriz Beatriz Thibaudin (quien hace de abuela), que venía de actuar en la obra 1500 metros sobre el nivel del mar de Federico León. Thibaudin tiene 77 años, y una conexión asombrosa con quienes son sus nietos de ficción. “Los chicos son muy talentosos y responsables”, cierra Beatriz. La convivencia con los animales (caballos, chanchos, perros) está presente tanto en el rodaje como en la vida cotidiana. Una de las escenas que estará en la película fue inspirada en la vida real: en una de las calles laterales de Ciudad Oculta pasaba un camión con vacas, y los chicos tiraron una pelota debajo. El camión se detuvo. Un grupo de adolescentes encaró al camión y bajó una vaca, que distribuyeron en suculentos asados. Labaké reemplazó la vaca por unos chanchos. Se sabe que esos animales alguna vez fueron símbolo de ahorro. Ahora no hay tiempo para eso.