ESPECTáCULOS › LA VIDA DE RAY CHARLES
El músico convertido en héroe nacional
La película del turco radicado en Italia Ferzan Ozpetek plantea con refinamiento y emoción el conflicto entre deseo y responsabilidad. El film sobre la vida y la obra de Ray Charles, en tanto, repasa demasiado literalmente los grandes éxitos y fracasos del músico.
Por H. B.
No debe haber género más parasitario que el biopic o biographical picture, que hace descansar toda su legitimidad en la reverencia a una figura conocida, consensuada y aprobada. Quien va al cine a ver una biografía de Cassius Clay espera toparse con sus mejores combates, los más famosos y recordados. Y también reencontrarse ilusoriamente con su héroe, cuyos rasgos, gestos y actitudes más identificables la película se ocupará de reproducir de la más mimética de las maneras. El único modo en que un biopic puede escaparle a la trampa del culto a la personalidad, la mímesis y el parasitismo es mediante alguna clase de reinterpretación de la figura en cuestión. Pero para eso se requiere que su realizador esté dispuesto a torcer, desviar o incluso contrariar las expectativas del público.
No parece ser ése el caso de Ray, suerte de “Grandes éxitos” (y fracasos, que tampoco es cuestión de dirigir la película sólo a un público de incondicionales) de Mr. Ray Charles Robinson, más conocido por el seudónimo artístico de Ray Charles. Lo de “Grandes éxitos y fracasos” va aplicado no sólo a lo musical, sino también al recuento de altos y bajos en la vida del hombre que le dio al blues, el soul y el rythm’n’blues algunos de sus momentos más gloriosos. Como si se tratara de un volumen doble, Ray repasa a lo largo de dos horas y media la trayectoria del héroe, desde la infancia en Florida del Norte hasta el momento (fines de los ’60) en que el bluesman –fallecido a mediados del año pasado– logra torcerle el brazo a su adicción a la heroína, resurgiendo de las cenizas.
Por más que no eluda mostrar sus debilidades (un donjuanismo que lo llevó a una bigamia de hecho, cierta prescindencia de temas políticos y raciales y, sobre todo, como queda dicho, la dependencia del “mono”) lo que le importa a Ray es ratificar su condición de institución nacional. Lo cual queda confirmado por el momento que la película elige como cierre: la adopción de Georgia on My Mind como himno oficial de ese estado del sur, a fines de los ’70. Más allá de alguna ruptura temporal (con flashbacks introducidos por unos injustificables fundidos a rojo), básicamente se sigue la línea de puntos que lleva de la pobreza a la gloria, con escalas en todos los hitos (o hits) de esa vida.
Para ser un auténtico héroe americano debe haber necesariamente un trauma de origen. Este reside aquí en la culpa que el pequeño Ray siente ante la ridícula muerte de George, su hermano mayor, y que volverá una y otra vez, a través de feos raccontos. Emerge, como en un tango (al fin y al cabo, los blues son primos de nuestra canción ciudadana), la figura de la madre, que en un sueño final –supercursi y edípico– confirmará su tamaño frente al hijo. No falta, por supuesto, el momento en que el pequeño Ray contrae la definitiva ceguera, a los siete años. Y de allí en más la carrera musical, desde los tímidos inicios (al borde del plagio a Nat King Cole y Charles Brown) hasta el hallazgo de una voz propia, la consolidación y la gloria, en buena medida gracias al apoyo de la gente del sello Atlantic.
Pero el corazón del asunto es, obviamente, el desfile de clásicos, con la voz alternativamente aterciopelada, rugosa y potente abriéndose paso entre temas como I Got a Woman, What’d I Say, Unchain my Heart y que sigan los éxitos. Parece sintomático que la película dirigida por el impersonal Taylor Hackford (capaz de pasar de Reto al destino a El abogado del diablo, y de Eclipse total a Ray) no logre sobreponerse durante toda su primera parte a su abrumadora rutina cinematográfica, y que sí lo haga en la segunda, al calor de la sucesión de temazos. Candidato de oro al Oscar al Mejor Actor Protagónico (y ganador, el domingo pasado, del Globo de Oro), el morocho Jamie Foxx (el taxista de Colateral) basa su composición en la mímesis más absoluta.
El maratón imitativo del muy talentoso Foxx va del clásico gesto raycharlesiano del autoabrazo al no menos característico bamboleo ciego. Incluye también un obsesivo estudio de aquel inimitable fraseo al hablar, que Foxx logra calcar asombrosamente. Que la morocha Regina King le pelee de igual a igual cada escena al protagonista –en el papel de la raelette más favorecida (y a la larga más perjudicada)– es una prueba del humor, el vozarrón y las vísceras con que esta verdadera Regina compone a la belicosa Margie.