ESPECTáCULOS
› OPINION
Alto, flaco y con una guitarra roja
› Por Eduardo Fabregat
Hay ocasiones en que lo periodístico queda inevitablemente afuera, la emoción manda y la misa se impone sobre el concierto. ¿Cómo definir, si no, lo que Luis Alberto Spinetta produjo el miércoles en el ND/Ateneo? Fiel a aquella afirmación de que mañana es mejor, durante mucho tiempo el Flaco respondió con ironías y miradas fuertes a los pedidos de viejas perlas de su jugosísima historia. Pero aquella cita en el Teatro Colón abrió una puerta, y hoy Spinetta conjuga con facilidad presente y pasado. Y su público no puede creer tanta satisfacción, y pide que lo pellizquen a ver si es cierto que el tipo de la guitarra está cantando que si tu ser estalla será un corazón el que sangre, y que hubo un kamikaze que creyó ubicar su propio sol naciente, que tus manos se abrirán por toda la poesía, que es necesario buscar algo que nos sirva contra todos los males de este mundo.
Ahí, cuando Spinetta abre la noche con Viaje y epílogo, cuando la piel se eriza al descubrir que sí, que es Durazno sangrando, el periodista renuncia al ejercicio objetivo y tira todos los papeles al cuerno. El análisis indica que, con un acompañamiento austero y sensible (Claudio Cardone en teclas, Christian Judurcha en batería y Nerina Nicotra en bajo), Luis Alberto expresa una síntesis perfecta entre su pasado y las canciones de Camalotus o Para los árboles. Pero el corazón no tiene ganas de pensar en eso, sólo estalla por la belleza encadenada de Kamikaze y Crisantemo y no le importan los más de veinte años de diferencia entre una y otra. Entre el público están los fans de siempre, y Luis Salinas y Pedro Aznar, y un japonés de traje y una nena de cuatro años que se sabe la letra de Buenos Aires, alma de piedra, pero cuando Spinetta empieza con “lenta bruma cansada de dar al muelle...” son todos hermanos y no vuela una mosca.
Y el tipo atraviesa la cincuentena, pero sigue ahí con su guitarrita y el talento y la voz intacta, firmante de un pacto no con el demonio sino con la pasión, despidiéndose con un “viva la patria... de los corazones”. Acaba de lustrar otra vez Contra todos los males de este mundo (el antídoto), y uno tiene ganas de gritar esa berretada de “no te mueras nunca” sin darse cuenta de que ya la obra de Luis es eterna, que no podrá hacerle mella ni la llovizna de esta era de uranio. Alto, flaco y con una guitarra roja, Luis Alberto Spinetta regala belleza, convence a 700 afortunados de que se puede ser más buenos, más sensibles, capaces de sentir en carne viva y brillar aún en un mundo que aniquila el amor. “Los hijos de puta están a la orden del día”, dijo en esa noche mágica en el microcentro porteño. Pero cuando Spinetta ocupa el escenario, la poesía se da el lujo de derrotarlos.