Sáb 12.03.2005

ESPECTáCULOS  › CINCUENTENARIO DE LA MUERTE DE CHARLIE PARKER

El día en el que el pájaro dejó de cantar en la Tierra

Charlie Christopher Parker murió a los 34 años. El cadáver era el de “un hombre de 60”. Había sido saxofonista y había realizado la revolución más importante de la historia del jazz. Lo había convertido en música de concierto.

› Por Diego Fischerman

La revolución tiene una fecha precisa. O, por lo menos, así lo contaba su artífice. “Recuerdo una noche en la que estaba improvisando en un local entre el 139 y el 140 de la Séptima Avenida”, decía Charlie Parker. “Era en diciembre de 1939. Estaba aburrido de los mismos cambios de acordes estereotipados que se tocaban todo el tiempo en ese entonces y venía pensando que había que encontrar algo más. A veces lo podía oír en mi cabeza, pero no podía tocarlo. Bien, esa noche estaba tocando alrededor del tema Cherokee y lo hice. Me di cuenta de que, usando los intervalos más lejanos del acorde como una línea melódica y acompañándolos con cambios de acordes adecuados, podía tocar eso que había estado oyendo. Allí nací de nuevo.” Y lo que nació con él fue lo que un poco después todos llamaron be-bop y terminó constituyendo la lengua franca del jazz hasta la actualidad.
Hoy hace cincuenta años que Charlie Parker murió. El sábado 12 de marzo de 1955, el saxofonista que, con un poco más de una década de carrera solista había cambiado para siempre al jazz, aquel al que llamaban “pájaro” miró televisión, se rió desmesuradamente, tuvo un ataque de tos y murió. Tenía 34 años, pero el informe médico habló del cuerpo de un hombre de 60. Con frecuencia se habla más de sus excesos que de su música, tal vez con la intención de homologar la suya a otras tragedias y de demostrar que los mismos vicios acompañan similares talentos. Poco importa. Lo cierto es que nadie tocó el saxo como él pero, además, que esas improvisaciones capaces de regodearse en las zonas más tensas de una melodía, de frenar y arrancar repentinamente, de generar ritmos insospechados dentro de otros ritmos, de encontrar nuevos temas dentro de un tema y, como imágenes de un calidoscopio, multiplicarlo en nuevos motivos y en nuevas variaciones, le dio al jazz status definitivo de música de concierto.
Si hasta ese momento habían coexistido en el género distintas funcionalidades, incluyendo la del baile, resultaba claro que el bop era música para escuchar. El jazz se basa en la paráfrasis; en comentarios de algo que está sólo en la memoria. Las improvisaciones evocan un tema del que, al mismo tiempo, están constantemente alejándose. Y el valor radica, precisamente, en la manera en que se establece ese delicadísimo equilibrio entre previsibilidad y sorpresa. Esas improvisaciones, con el bop, se hicieron infinitamente más complejas, tanto para los músicos –no todos podían tocar en el nuevo estilo y, según se dice, ése fue un efecto buscado– como para los oyentes. Quien escuchara be-bop no podía estar haciendo otra cosa. Esta era música para prestarle atención. Era exigente y esa exigencia fue declarada abiertamente, hasta el punto de provocar que algunos hablaran de “la intelectualización del jazz”, de la “pérdida de la alegría” y, apocalípticamente, de “la muerte del género”. Los iniciados se juntaban, entre otras partes, en el ya legendario Minton’s de Harlem. Allí tocaban Parker, Dizzy Gillespie, Thelonious Monk y un guitarrista que formaba parte de la orquesta de Benny Goodman y que tocaba de una manera bop desde antes que el bop existiera.
El estilo, es claro, no empezó de golpe. El solo de Body an Soul grabado en 1939 por Coleman Hawkins anticipaba muchos de sus rasgos, en particular la fragmentación de la frase y la manera de acentuar, articulando siempre sobre las notas situadas en los tiempos débiles. Los saxofonistas Don Byas y Lester Young también pueden ser considerados precursores, en más de un aspecto. Pero la explosión del bop se relaciona, también, con otras cuestiones: la entrada de los negros en el mercado de trabajo blanco y el aprendizaje realizado en las grandes orquestas de baile y de las comedias de Broadway, de una armonía más compleja que la del blues, sobre la que se había estructurado el primer jazz. Por algo el material de improvisación excluyente, a partir de ese momento, fueron las canciones de las comedias musicales u otras nuevas pero compuestas sobre sus mismos acordes o a la manera de Ger-shwin, Cole Porter o Irving Berlin. Parker venía de tocar en una banda cercana al rhythm & blues, la de Jay McShann, y en una gira de la orquesta de Cab Calloway por Kansas City, conoció a Dizzy Gillespie. “Yo tocaba con esa orquesta y llegamos a Kansas en 1940. Fui a una jam en la que tocaba Bird y, sencillamente, no lo pude creer. Fui a buscar a todos los miembros de la banda de Cab para que lo escucharan. Era indescriptible”, escribía Gillespie para la edición completa de las grabaciones de Parker para el sello Verve.
Desde su nacimiento el domingo 29 de agosto de 1920 hasta esos días de comienzos de los cuarenta, cuando empezó a juntarse con músicos de Nueva York cada vez que él viajaba hacia esta ciudad o cuando ellos llegaban hasta su Kansas natal, transcurrió una especie de primera vida, en la que alternó entre el saxo tenor, el alto –que sería el definitivo, más allá de alguna esporádica escapada– y el barítono. La segunda vida, la del genio al que un fanático llegó a grabarle todos sus solos desde un baño contiguo al escenario, comienza en las improvisaciones en el Minton’s, en la sociedad con Gillespie, en la orquesta de Earl Hines y en la de Billy Eckstine –donde también estaban el baterista Art Blakey y la cantante Sarah Vaughan–, en las primeras grabaciones para el sello Savoy, en 1944, y en el descubrimiento de Miles Davis, en 1945. Desde ese momento hasta su muerte, Parker se convirtió en el músico más importante del jazz. En el más influyente de esa nueva raza que tomó para sí una onomatopeya. Nadie sabe muy bien qué quiere decir be-bop pero muchos sostienen que ésa era la manera de tararear las cuartas aumentadas descendentes: ni más ni menos que la peor de las disonancias del sistema tonal, aquella que en la Edad Media habían llamado “el diablo en música”.

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