ESPECTáCULOS
• SUBNOTA
No te rías que es peor
› Por Juan Sasturain
Hay un tema de Thelonious Monk que se llama Pannonica. Está dedicado a la baronesa Pannonica de Koenigswarter, su amiga y protectora, maravilloso personaje. Tercera y fugaz esposa del famoso barón Jules de Koenigswarter –aviador, héroe de la Resistencia francesa y reputado embajador en la posguerra–, la excéntrica Nica, proveniente de la rama inglesa de los Rotschild y con nombre de mariposa por capricho paterno, se cansó rápido del barón y de México donde se dormía, y sin diplomacia alguna se instaló a principios de los cincuenta en Nueva York a escuchar jazz e intimar con los negros que estaban inventando el be-bop. La baronesa armó su centro de operaciones en un departamento del lujoso Hotel Stanhope y, limusina Bentley Continental mediante, se dedicó a bancar y escuchar a los mejores, provocando el escándalo y la mirada recelosa de los recepcionistas que no soportaban el desfile de extravagantes hombres de color (negro) y sus interminables jam sessions fuera de todo horario y compostura.
Se sabe: ahí, en ese departamento de ese hotel lujoso y con esa mujer extraña y solidaria por única compañía, murió Charlie Parker hace exactamente cincuenta años. En la hermosa biografía Bird Lives, escrita por Ross Russell, que fue su amigo, creó el sello Dial y le grabó largamente en los cuarenta, se cuenta en detalle y sin morbo cómo fueron esos últimos días del frío invierno del ’55. Desde hacía más de un mes Charlie había dejado a Chan, su mujer, deambulaba por el Village, vivía de prestado, bebía y andaba en subte, nada más. Trabajaba poco. En la madrugada del sábado 5 de marzo, el anunciado regreso de Charlie Parker al Birdland había terminado en un desastre. El último. Esa noche el quinteto debería haber sonado glorioso: Bud Powell al piano, Kenny Dorham en la trompeta, Art Blakey en la batería y Charles Mingus en el bajo, más el retornado Bird. No pudo ser. Parker llegó tarde, ya Powell estaba borracho, terminaron insultándose en el escenario, yéndose, y con Mingus disculpándose ante la gente. A las cuatro de la mañana Parker volvió con todo el whisky puesto al club y le dijo a Mingus: “Ahora mismo me voy a un lugar donde no pueda molestar a nadie”.
El miércoles, cuatro días después, salió desde el Village para Boston –para tocar en el Storyville, donde tenía un contrato– pero nunca llegó. No se sentía bien e hizo escala en casa de la baronesa. No quiso beber, le pidió agua helada –su estómago era un infierno–, y eso bastó para que ella supiera que estaba muy mal. Entonces, a sus espaldas, llamó al doctor Freymann, su médico personal y uno de los más importantes de la alta Quinta Avenida, que lo inyectó, le prohibió viajar a Boston –moverse siquiera– y tocar el saxo. Intentó llamar a una ambulancia pero Charlie no quiso: cualquier cosa menos volver a un hospital. La baronesa sabía con quién trataba y persuadió al médico de que lo dejara estar. Charlie se quedaría allí, en el sillón, cuidado por ella y su hija. El doctor Freymann le recetó penicilina, aceptó que se quedara pero no se hizo responsable. Hacía un año que Parker había dejado la heroína pero bebía sin control. Y tenía una úlcera en activo, un diagnóstico de cirrosis hepática y un corazón a punto de quiebre. Estaba llegando al final.
El jueves, Nica llamó a la agencia y canceló el contrato de Boston, se ocupó de todo. Charlie estaba muy débil pero los dolores parecían irse atenuando. El viernes, más animado, recibió al doctor Freymann con música, le hizo escuchar en el equipo de Nica un LP que acababa de salir, compilado de temas grabados cinco años atrás: The Great Charlie Parker With Strings. Mientras el saxo sonaba tierno, exacto y apasionado sobre el colchón de cuerdas en Just Friends y April in Paris, el médico escuchaba sentado. Se impresionó: ese negro arruinado era un artista. Le recomendó una vez más –ya sin fe– que se cuidara y aceptara internarse, y se fue. Nunca más lo vería vivo. El sábado, Nica lo acomodó en el sillón, entre almohadones, para ver la tele, y Charlie vio el espectáculo de Tommy Dorsey, ese trombón blanco y sedoso que sonaba en los antípodas de su música. Cuando terminó la versión de Getting Sentimental Over You, siguió un número cómico, un prestidigitador, un mago que manipulaba ladrillos. Los ladrillos chocaban entre sí, era un desastre... Charlie había visto el mismo número, de chico, en Kansas City, y le seguía haciendo gracia. Comenzó a reír. Reía cada vez más fuerte, un verdadero ataque de risa. Y de pronto apareció el dolor, el ahogo, la sensación de vértigo y empezó a toser, sin parar, sintiendo la sangre en la garganta. Algo se había roto ahí adentro –la úlcera perforada– y un impacto masivo de dolor lo derribó, “como una sobredosis de heroína de alta graduación” dice Russell.
Charlie cayó a un lado del sillón y cuando la baronesa lo encontró aún tenía pulso. El latido débil fue y vino mientras ella también iba y venía, llamaba por teléfono. Hasta que el corazón se detuvo. “En la habitación no había más ruido que el de la música que sonaba en la televisión. Eso aún funcionaba. El mago había terminado y Tommy Dorsey estaba de vuelta. La baronesa apagó la televisión, fue a abrir la puerta y la dejó abierta para que el doctor Freymann pudiera entrar. En aquel momento se escuchó el espantoso estruendo de un trueno que pareció sacudir todo el edificio. Nica no podía creerlo. Era verdaderamente imposible. Se decía que se había oído el sonido de un trueno en el momento en que Beethoven había muerto”, escribe Russell. A los cinco minutos llegó el doctor Freymann y confirmó que Charlie había muerto. Eran las ocho de la noche del sábado 12 de marzo de 1955.
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