ESPECTáCULOS
Un pianista que no se detiene en fuegos artificiales
Horacio Lavandera tiene 17 años pero eso no es lo importante. Con un repertorio sin concesiones, muestra madurez y musicalidad.
› Por Diego Fischerman
Los prodigios acarrean, como una cruz, con la sospecha acerca de que su valor sea precisamente lo prodigioso. Horacio Lavandera, antes de cumplir 17 años, ya había ganado el Concurso Umberto Micheli, con Maurizio Pollini y Luciano Berio entre los jueces, había sido recomendado por Martha Argerich para el Festival La Roque d’Anthéron y el diario Le Monde había hablado de “sus manos de oro”. Y la pregunta del millón es cuánto de lo que asombra de su manera de tocar se debe exclusivamente a su edad. ¿Causaría la misma impresión si en lugar de 17 tuviera 30 o 40 años? La repuesta es afirmativa. La única diferencia sería, sencillamente, que tendría menos futuro por delante.
En su primer recital solista en el Teatro Colón –el año pasado había actuado junto a la Orquesta del Mozarteum de Salzburgo–, Lavandera abordó un programa riesgoso, sin piezas de relleno y jugado mucho más hacia dificultades expresivas y de lenguaje que hacia los fuegos artificiales que podrían esperarse de un virtuoso de extraordinario control mecánico. En el repertorio de Lavandera no hubo demagogia: la Sonata Nº 2 de Chopin, el Libro II de Imágenes de Debussy, la Sonata Op. 1 de Alban Berg y la Sonata Nº 7 de Prokofiev. Tampoco hubo concesiones en los bises que respondieron a la explosiva ovación con la que el público premió su actuación. La Moza Donosa de Ginastera, el Allegro Bárbaro de Béla Bartók y Juegos de Agua de Ravel difícilmente respondan a la categoría de obras menores y aptas para el lucimiento superficial.
El estilo de Lavandera remite a Argerich en más de un aspecto. La elección del repertorio, desde ya (varias de las obras incluidas en el concierto son o fueron fetiches para la pianista) pero, sobre todo, la fascinación por la precisión rítmica, la negativa al amaneramiento y la jerarquización del impulso motor (las poderosas manos izquierdas de ambos, también, los emparentan). Pero esta manera interpretativa, que sin duda le jugó a favor en Prokofiev, atentó en parte contra algunas de las características esenciales de la música de Chopin. Tal vez por un esfuerzo de contención (después de años de interpretaciones cursis no le viene mal algo de racionalismo a un autor que, entre otras cosas, fue un revolucionario de la armonía), tal vez por algo de pánico escénico, la Sonata de Chopin sonó rígida en el fraseo, con poca definición en los planos –un pianista actual debe luchar contra la homogeneidad de los instrumentos modernos, ya que en la época de Chopin lo desparejo de los diferentes registros era un valor y este compositor lo tenía en cuenta en el momento de escribir– y sin ese deslizamiento de la mano derecha por sobre los ritmos de la izquierda que sus contemporáneos describían en Chopin. Estuvo la digitación pero faltó el vuelo que aparecería en Debussy, que construiría una de las mejores interpretaciones imaginables de la Sonata Op. 1 de Berg (una obra situada al borde de la tonalidad pero también del propio concepto de sonata) y que llegaría al paroxismo con esa mezcla entre el gesto lírico y el brutalista que caracteriza a las mejores obras de Prokofiev.