ESPECTáCULOS
› “EL EMPLEO DEL TIEMPO”, UN FILM EXCEPCIONAL DE LAURENT CANTET
Tras la frontera de la alienación
El segundo largo del director de “Recursos humanos” ya no trata del trabajo como derecho sino como deber, como factor de disolución de la identidad individual. “Alí”, de Michael Mann, recrea el mito de un boxeador espectacular que devino también en mito revolucionario.
› Por Luciano Monteagudo
En un contexto de constante desvalorización del mundo obrero, de brutal flexibilización laboral y de una creciente desocupación, Recursos humanos (1999), la notable –opera prima del director francés Laurent Cantet, se atrevía a reflexionar con profundidad y emoción sobre el derecho esencial al trabajo. Ahora, en su segundo film, El empleo del tiempo –ganador de la Mostra de Venecia del año pasado–, Cantet da una inteligentísima vuelta de tuerca sobre su película anterior y ofrece una visión aún más compleja sobre el tema, desde el ángulo opuesto: el trabajo como deber, como imposición de una carga social, como factor de alienación y de disolución de la identidad individual.
Hay algo verdaderamente excepcional en el nuevo film de Cantet y es la manera de abordar su material, la claridad de exposición, el dominio narrativo –propio de un gran cineasta– con que trata un entramado tan arduo y problemático. Esto no implica que El empleo del tiempo venga a ofrecer ninguna solución. Por el contrario, se diría que lo más fascinante del nuevo film de Cantet, aquello que hace que la obra mueva a una constante reflexión, es su capacidad de plantear una infinidad de preguntas —sobre la constitución de la sociedad, sobre la naturaleza del trabajo, sobre el rol de la familia— sin condescender a dar las respuestas. Simplemente expone la necesidad, y también la dificultad, de enfrentarse a esas preguntas.
No es sencillo hablar de El empleo del tiempo sin traicionar la elaborada construcción del film. No es que Cantet especule con inesperados giros de la trama o juegue con el suspenso, sino que va revelando la condición de su protagonista paulatinamente, de la misma manera en que lo presenta en la primera toma de la película, cuando se ve a un hombre durmiendo en el interior de un automóvil y, a medida que se despierta, el vapor acumulado sobre los vidrios durante la noche se disuelve y va dejando entrever la gris realidad exterior. Ese hombre recluido en sí mismo es Vincent (Aurélien Recoing, magnífico), un empleado jerárquico de una firma financiera, que acaba de perder su puesto. Su familia, sin embargo, no lo sabe. El prefiere vivir en la simulación y la mentira, haciéndoles creer –a su mujer, a sus hijos, a sus padres– que está constantemente en viaje de negocios. Esta decisión obedece sin duda a un sentimiento de vergüenza, de humillación, de fracaso, pero también, por qué no, de libertad. Lejos de las demandas laborales y familiares, Vincent de pronto disfruta –como un chico que falta al colegio– de esa insólita sensación de amplitud del mundo, de la posibilidad vagar sin rumbo, al margen de horarios y exigencias. El problema es que esa mentira no se puede mantener por siempre.
El empleo del tiempo transmite un malestar, una angustia, un extrañamiento que se podría asociar, en el campo de la literatura, con el universo de Patricia Highsmith. Vincent sueña con cambiar su vida, pero no sabe ni quién es, ni quién quiere ser. Todo lo que le dice a su esposa (laadmirable Karin Viard) de su situación laboral es una falacia, pero responde a la más cruel verdad. Cuando llega a su casa, luego de una semana de ausencia, le habla del “ahogo” que le provoca su rutina de trabajo. Cuando parece sucumbir al estrés de un nuevo, ilusorio puesto en las Naciones Unidas, le confiesa que tiene “miedo de decepcionar, de no estar a la altura”. Y se sincera: “Ya no puedo pensar, mi mente está vacía”.
De la misma manera en que traspone la frontera suiza, Vincent atraviesa la frontera de la ley y la mentira, hacia una zona de donde le es cada vez más difícil volver. Su alienación, a su vez, es progresiva y Cantet la expone de la manera más delicada, más sutil, sin cargar jamás las tintas. Vincent comienza a ver el mundo como si fuera una enorme vidriera. Allí están esas legiones de empleados, en sus oficinas impecables, cumpliendo con su deber, a la vista de todos, detrás de sus ventanales iluminados por el neón. Allí están esas familias –la de un amigo, la de unos camioneros en la ruta, la suya propia–, cada una en su lugar y aparentemente felices. Y Vincent siempre está del lado de afuera, idealizando una realidad que es incapaz de enfrentar. Una realidad regida por el dinero, por la obligación del ascenso social, por los imperativos del consumo, por una violencia encauzada, como revelan las clases de artes marciales a las que asiste el hijo mayor de Vincent, que ya se está entrenando para competir en el mundo adulto.
Una vez que alguien decide salirse de ese mundo, como Vincent, se topará con sus cancerberos (porteros, conserjes, agentes de seguridad), que custodian celosa, servilmente las puertas de ingreso al bienestar. Lo que sugiere magistralmente el film de Cantet es que –por lo menos para Vincent– volver al redil no es precisamente una solución, sino el camino más corto hacia la tumba. Una tumba que se hace cada vez más profunda cuando escucha –como los golpes de una pala al golpear la tierra– las palabras “ambición”, “carrera”, “responsabilidad”.
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