Jue 06.06.2002

ESPECTáCULOS • SUBNOTA

Muhammad Alí, el boxeador que marcó a fuego los 60 y los 70

› Por Horacio Bernades

Boxeador fuera de norma, showman inteligentísimo, militante por los derechos civiles (incluido el de negarse a combatir en una guerra injusta), icono de la raza negra, más que uno de los grandes mitos del siglo XX, Muhammad Alí –nacido Cassius Clay Jr. en Louisville, Kentucky– parecería representar varios mitos distintos y hasta contradictorios. De allí que el proyecto de filmar su vida anduviera dando vueltas por Hollywood desde hace rato. De allí también que Spike Lee se haya anotado tempranamente en él, debiendo renunciar cuando la Sony le bajó el pulgar y eligió en su lugar al cineasta blanco Michael Mann –creador de las series “División Miami” e “Historias del crimen”–, quien desde Fuego contra fuego y El informante es un peso pesado de Hollywood. Aquí está, entonces, la versión cinematográfica de la vida del heavyweight más liviano –ese que “flotaba como una mariposa y picaba como una abeja”–, el hombre que le dijo “no” al ejército de los Estados Unidos en plena guerra de Vietnam.
Trabajando con su guionista de confianza Eric Roth (el mismo de El informante), a partir de una historia escrita por Gregory Allen Howard y un guión previo firmado por el dúo Stephen Rivele y Christopher Wilkinson (que habían escrito Nixon para Oliver Stone), Mann encapsuló la biografía de Alí entre su primer y último momento de gloria: aquel en que, con sólo 22 años, toma por asalto el mundo del boxeo, arrebatándole la corona a Sonny Liston (febrero de 1964), y el de la pelea contra George Foreman en Zaire, cuando, diez años más tarde y anunciando ya los primeros signos de su declive, recupera el título mundial de los pesados. Desde los momentos iniciales se advierte que el primer problema planteado por toda biografía cinematográfica queda saldado por knock-out: con varios kilos ganados, bíceps bien moldeados y una garra que sus anteriores papeles de comediante no dejaban ver, Will Smith es Alí, sin lugar a discusión. El segundo problema inherente al género biopic –sobre todo cuando la figura biografiada ha sido, como en este caso, infinitamente fotografiada y documentada– resultaba más complicado de resolver. La cuestión reside en compactar, en dos horas y pico, todos los hechos salientes –peleas históricas, frases célebres, escenas infaltables– y personajes históricos –Malcolm X, el soulero Sam Cooke, el líder de la Nación del Islam Elijah Muhammad– que la figura protagónica convoca. Y en medio de ese fárrago, sostener un punto de vista con respecto al protagonista y su época.
Podría decirse que, en este ítem, lo de Alí es empate técnico. Mann acepta la inevitable retahíla de acontecimientos y el desfile de personalidades famosas que el género impone, haciendo de esa profusión el caldo de cultivo del que surge el personaje-Alí. En este sentido es muy clara la larga introducción, en la que un joven Cassius Clay golpetea incansablemente el punching-ball antes de la pelea consagratoria con Sonny Liston, disparando una doble serie de imágenes que sirven para dar una línea de sentido al personaje. Mientras Sam Cooke –amigo personal de Clay– canta para público afroamericano, su otro amigo Malcolm X (encarnado por el actor Mario Van Peebles) baja línea dura en una ceremonia religiosa, al tiempo que breves flashbacks de infancia en el sur segregacionista, de la primera derrota con Liston y de su padre, pintor de imágenes cristianas, representan todo aquello que deberá ser molido a golpes.
De allí en más, en el curso del tiempo y dentro del círculo más íntimo del héroe –integrado entre otros por su manager Angelo Dundee y el colorido asistente Drew “Bundini” Brown– se recortarán el periodista deportivo Howard Cosell (Jon Voight, sepultado bajo una prótesis facial digna de los políticos de “Gran Cuñado”) y el fotógrafo Howard Bingham (retratista personal de Alí y productor ejecutivo de la película). La presencia de ambos recuerda la condición de figura mediática de quien supo modelarse como showman fanfarrón, simpatizante de los musulmanes negros, objetor de conciencia, disidente político número 1 y militante por los derechos de la raza. Entre los resquicios que el tropel de imágenes deja para la intimidad, Mann pinta, con trazos breves y de modo creciente, a un hombre que es pura introspección, silencio y soledad. Allí, el showman se vuelve secreto y reconcentrado, vinculándose con otros héroes mannianos (notoriamente Pacino & De Niro en Fuego contra fuego o el Jeffrey Wigand de El informante) y recordando, de paso, que no hay película que pueda echar luz sobre la opacidad esencial de un mito. O de varios a la vez.

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