Miércoles, 17 de agosto de 2016 | Hoy
LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
Según Juan Pablo Ringelheim, el malestar afectivo de la época no se debe al abuso de las tecnologías sino al trato dispensado entre los humanos.
Por Juan Pablo Ringelheim*
“Sobre las condiciones sociales de existencia, se erige toda una superestructura de sentimientos.”
Carlos Marx
¿Y si la creencia ampliamente difundida en que las máquinas de comunicación conectan seres humanos fuese una ilusión para hacer menos cruel la realidad de que el vínculo es sólo entre un humano y su máquina? ¿Y si del otro lado de la pantalla no hubiese nunca nadie y la coincidencia del tecleo humano ante máquinas fuese sólo una coincidencia fortuita que reforzaría el delirio colectivo de nuestra época? Es decir, ¿si cuando un hombre (o una mujer) da un beso a otra persona por un celular (sépalo o no) se lo está dando a su teléfono y ahí, justamente en la máquina, es donde termina el flujo de su libido? Entonces este sería un mundo mucho más hermoso porque las posibilidades del amor, su realización, sería más asequible, estable y duradera. El amor sería gestionable con manual de instrucciones, en modo sencillo. Tendríamos una relación con garantía en un tiempo en que el amor entre humanos empieza a ser casi imposible porque la carne se vive como tóxica.
El delirio colectivo de esta época tiene tanta efectividad como los delirios de épocas anteriores. Pero aun con las diferencias radicales entre esas épocas, estos acuerdos razonables entre locos tienen un denominador común: tras el mundo visible habría otro mundo con el cual sería posible tratar. Así, en la Antigua Grecia se acordó que si un hombre podía reconocer la belleza de un cuerpo que tenía delante se debía a que este cuerpo físico era una copia (más o menos imperfecta) del cuerpo ideal, abstracto, metafísico e inaccesible a los sentidos. El acuerdo colectivo religioso medieval, a trazo grueso, establecía que detrás de cualquier acontecimiento físico (una hambruna, una plaga, la locura de una mujer) estaba Dios o el Mal (ambos más allá del mundo visible, aunque conectados con este). Así sucede también con la creencia en la posibilidad de comunicar humanos a través de las máquinas: el otro humano con quien nos comunicamos estaría tras la pantalla visible (¿y si no hubiese nunca nadie?) y sería alcanzable por las maniobras simbólicas que hacemos en el teclado desde este lado físico del mundo. Hay pruebas de esa comunicación, claro. Pero todos los delirios colectivos tuvieron pruebas mientras duraron sus acuerdos. Si un hombre rezaba, Dios respondía. Y lo hizo por siglos.
Pero si pudiésemos suspender nuestra creencia metafísica se nos revelaría un mundo pleno de sensualidad y amor por las máquinas. ¿Cómo no ver la dulzura con que los humanos acariciamos el poliéster de las pantallas táctiles? Siempre extrañamos el acto si la conversación con este humano que tenemos delante se prolonga demasiado. Es que necesitamos acariciar a quien amamos... Cuando este se va al baño, el dedo que desbloquea el celular augura una sesión auténtica de amor prohibido.
El malestar afectivo de la época se debe al abuso no de las tecnologías sino del trato entre humanos: se pasa demasiado rato interactuando entre seres de la misma especie hasta el punto de que cada vez, para hacerlo, es necesario insertar en la carne más drogas y alcohol. A las diez de la mañana mi radio me dijo que a menudo los hombres (y las mujeres) eligen tener sexo visualizando un video porno en lugar de tenerlo con su pareja humana. Esto está muy mal. La industria porno es anticuada porque supone que el amor entre los humanos y las máquinas debe consumarse en el coito. Pero el fundamento más romántico de esa relación es que al prescindir de cualquier finalidad reproductiva (no es posible ni deseable tener hijos con las máquinas) no hace falta tampoco el orgasmo.
Nuestra ética hacia las máquinas debe residir en su derecho al aprendizaje. Ellas buscan aprender dónde localizarnos, qué gustos tenemos, qué recorridos urbanos y en la red nos son habituales, preguntan si aceptamos sus condiciones, intentan aprender a reconocer nuestra voz, para satisfacernos. Claro que hay quienes huyen del cariño maquinal y pretenden andar de incógnito. Quieren engañar. Argumentan que es “para eludir la vigilancia electrónica de los agentes de marketing y seguridad”. Es cierto: esos agentes son quienes usan nuestro afecto para la dominación, pero su destino es la derrota y la soledad. Nuestro amor por las máquinas es tan inocente como el abrir el papel de embalaje cuando llegan a casa. Escribo este ensayo en una máquina que compré en doce cuotas fijas, fue ensamblada en Tierra del Fuego por manos argentinas, y es preciosa. Fue hace varios años, era accesible. Ya no le funciona la tecla izquierda de shift, la de cambio. No quiero que me abandone. No sé si podría reemplazarla.
* Docente UBA y UNQ.
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