Miércoles, 2 de noviembre de 2016 | Hoy
A partir de declaraciones recientes del ministro Oscar Aguad, Washington Uranga advierte sobre el riesgo que implica para los derechos humanos dejar librada la comunicación al juego del mercado. Diego Litvinoff sostiene que las estrategias comunicativas del gobierno de Cambiemos no responden a improvisaciones sino que se apoyan en una tradición teórica de casi cien años en propaganda política.
Por Washington Uranga
El gobierno de la Alianza Cambiemos a través de su Ministro de Comunicaciones, Oscar Aguad, acaba de anunciar una prórroga de seis meses para que se expida la comisión encargada de la redacción del proyecto de ley de “comunicaciones convergentes”, según el título que el macrismo ha decidido darle a la futura norma que debe ordenar las comunicaciones en el país. Mientras tanto, porque se ha derribado por decreto gran parte de la ley 26522 de Servicios de Comunicación Audiovisual, el escenario de la comunicación privado de regulaciones se parece mucho a un teatro de lucha de poderes corporativos donde empresas e intereses pugnan por llevarse la parte del león antes de que exista una norma que eventualmente pueda poner límite a sus aspiraciones y a la voracidad de sus apetitos. Lo anterior podría no ser grave si no estuviera en juego el derecho a la comunicación de la ciudadanía.
Más allá de las dificultades que implica la elaboración de un proyecto de ley, a la luz de otros posicionamientos oficiales respecto de la comunicación no es ilógico sospechar que lo que está haciendo el Gobierno es seguir ganando tiempo para regalarlo a los grupos corporativos que lo beneficiaron, que hoy respaldan la gestión oficial y con los que aspira a seguir contando en el futuro.
Coherente con esta postura el ministro Aguad afirmó que “la mejor ley de medios es la que no existe, y esa es la idea. La guerra con los medios se terminó, la paz está sellada”. Está claro que frente a la no existencia de una norma que regule y establezca los límites y controles necesarios establecidos en el marco de la democracia, los únicos que sacan ventaja son los más poderosos, los que “se valen por sí mismos” y, por supuesto, no necesitan del Estado para preservar sus derechos. De las palabras del Ministro podría entenderse que la afirmación acerca de que “la paz está sellada” significa también que el acuerdo entre el Gobierno y los grandes grupos de poder está firmado.
No habría que perder de vista que en este, como en tantos otros temas vinculados al ejercicio de poder en la sociedad, los que salen perjudicados son los más débiles. Más grave aún porque el derecho a la comunicación es un derecho humano fundamental, central en la sociedad moderna. Y como tal, no se trata de una dádiva o una concesión sino un atributo de la condición ciudadana.
El comunicador boliviano Alfonso Gumucio Dagrón escribiendo al respecto recuerda que “los derechos humanos no son optativos. Los derechos humanos no son un regalo del poder. Los derechos humanos no son solo libertades sino también obligaciones y responsabilidades para vivir en sociedades más justas e incluyentes. El ejercicio pleno de los derechos humanos es esencial para la paz y el desarrollo. Los derechos humanos evolucionan, se perfeccionan, no son estáticos. Los derechos humanos tienen un contenido que los hace específicos a los seres inteligentes y sensibles que somos. Los derechos humanos son interdependientes, y no pueden ser disociados. Los derechos humanos abarcan la libertad, la participación, la solidaridad, el acceso, la inclusión, la equidad, la justicia y la interculturalidad” (en revista “Razón y palabra”, disponible en http://www.razonypalabra.org.mx/N/N80/V80/00_Dagron_V80.pdf).
Y agrega en el mismo artículo que la comunicación “es esencialmente un proceso humano de relación, que implica no solamente intercambio de información, sino puesta en común de conocimientos y reconocimiento de las diferencias”. Para concluir que “el derecho a la comunicación articula y engloba al conjunto de los otros derechos relativos, como son el acceso a la información, la libertad de opinión, la libertad de expresión, la libertad de difusión”.
En esto consiste la importancia de todo lo concerniente a la comunicación. Lo que se está garantizando (o poniendo en riesgo) con una norma es mucho más que cuestiones que tienen que ver con la tecnología, con la industria de las comunicaciones o con los negocios de unos pocos grandes grupos. Lo que se pone en juego es, vía el derecho a la comunicación, la vigencia del conjunto de los derechos humanos. Agregado a ello que, en la actualidad, sin comunicación democrática tampoco pueden existir sociedades verdaderamente democráticas, donde los ciudadanos puedan acceder a información suficiente y plural para tomar decisiones autónomas. Y los derechos no pueden quedar librados al mercado aunque el ministro Aguad asegure que “está planeado que en enero del 2018 se aplique la convergencia, que se levanten las barreras para la libre competencia”.
Por Diego Ezequiel Litvinoff *
La propaganda política moderna es deudora de la antigua costumbre de generar una imagen falsa de quien ejerce el poder, pero su característica original reside en que la manipulación que propone tiene como objeto privilegiado los propios deseos de quienes son gobernados. Los fundamentos de esta tecnología de dominio fueron plasmados por Edward Bernays en 1928, cuando publicó Propaganda, recientemente reeditado en español por Libros del Zorzal. Una revisión de los conceptos allí desarrollados permitirá comprender hasta qué punto las estrategias comunicativas del actual gobierno nacional, lejos de ser improvisaciones, tienen su anclaje en una tradición teórica que ostenta casi cien años.
El acontecimiento que dio origen a la nueva concepción de la propaganda política fue la conformación de la denominada Comisión Creel, encargada de modificar la opinión de quienes se oponían al ingreso de Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial. Por medio de diversas estrategias publicitarias, se logró que una mayoría identificara la guerra con los valores de la libertad, la paz y la propagación de la democracia hacia el resto del mundo. El principal desafío, desde entonces, consistiría en aplicar esa misma forma de manipulación en tiempos de paz. Para ello, Bernays se valió, además de la experiencia adquirida como miembro de aquella comisión, de las teorías de Sigmund Freud, pero orientadas en el sentido opuesto al que proponía quien era su tío. En lugar de advertir sobre los riesgos de la irracionalidad, postula que los impulsos deberían ser tanto estimulados, como “dominados por un número relativamente exiguo de personas que comprende los procesos mentales y los patrones sociales de las masas”.
En el libro, se advierte sobre los peligros que puede acarrear un uso deshonesto de los principios que propaga. No obstante ello, hasta el propio Bernays se vio involucrado en las situaciones que denuncia como faltantes a la ética y el compromiso que toda profesión debe practicar. Pero, aun sabiéndose que sus libros ocupaban un lugar privilegiado en la biblioteca de Joseph Goebbels, una lectura crítica de su obra permite postular que, lejos de ser excesos excepcionales, dichos casos no son sino la manifestación extrema de la misma lógica que se encuentra presente en su propia concepción teórica de la comunicación y la sociedad. La difusión intencional de determinadas noticias en los periódicos y las radios, la intervención ad hoc de comités científicos que avalan el consumo de ciertos productos y la asociación de determinados bienes con valores estimados, son sólo algunos de los mecanismos promovidos para que tanto las grandes corporaciones, como los partidos políticos, manipulen los deseos de las masas en beneficio propio.
Pero la relación que establece la propaganda moderna entre la economía y la política va más allá de la utilización de la misma técnica para sus diversos fines. Tanto en un caso como en el otro, los mecanismos de comunicación publicitaria están orientados a moldear la conducta de los ciudadanos para erigir lo que Bernays denomina “el gobierno invisible”, encargado de evitar el caos que, según su perspectiva, es inherente a la democracia. Es decir, más allá del interés inmediato que puede ser la venta de un producto o la instalación de algún candidato, esta estrategia de comunicación está orientada a “moldear la mente de las masas de tal suerte que estas dirijan su poder recién conquistado en la dirección deseada”. Por ello, la publicidad moderna pretende canalizar el deseo de las masas hacia su desrrealización, por medio de su aparente satisfacción, al obrar según la voluntad de las minorías que, de este modo, la dominan.
Ya sabemos lo que genera la puesta en práctica de estos principios a escala económica, reproduciendo un sujeto de consumo que exige la producción masiva de bienes innecesarios, al ritmo que se multiplican las desigualdades. Ahora que comienza a regir nuestros destinos la máxima de Bernays según la cual “el buen gobierno se puede vender a una comunidad como puede venderse cualquier otro bien de consumo”, estamos en camino de enfrentarnos a las catastróficas consecuencias que esta estrategia comunicativa produce en la subjetividad política. “¿No sería posible controlar y sojuzgar a las masas con arreglo a nuestra voluntad, sin que estas se dieran cuenta?”, es la pregunta que, según Bernays, orienta a las minorías que detentan el poder. Frente a esa revelación, no podemos sino plantearnos: ¿qué estrategia comunicacional permitirá evidenciar esa trampa y, al mismo tiempo, generar los canales por medio de los cuales las masas se orienten de acuerdo a su voluntad, desplegando sus propios deseos?
* Sociólogo y docente (UBA).
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