› Por Christian Rodríguez *
El titular apenas llamó mi atención. Cuando uno lee “Iglesia” y “homosexualidad” en la misma oración ya sabe cómo completar el resto: con alguna expresión ubicada en el arco que va del visceral “condenó” al sarpullido de “se manifestó disconforme con”. Esta vez decía “La Iglesia se opone a despenalizar la homosexualidad”. La noticia: Francia está a punto de presentar frente a la ONU, y en representación de la Unión Europea, una propuesta para que la homosexualidad sea despenalizada universalmente. La propuesta está lejos de ser simbólica: en 90 países del mundo la homosexualidad es castigada con multas, prisión, torturas y, en 9 países, con la pena de muerte.
La respuesta de la Iglesia es coherente con la política de barricada que sostiene en lo que se refiere a homosexualidad y a salud reproductiva: no pasarán. Casi un mandamiento, que alinea a la Iglesia con el fundamentalismo islámico. El representante del Vaticano en la ONU, frente a las reacciones, se apresuró a declarar que están a favor de “de evitar toda marca de injusta discriminación contra las personas homosexuales”. Después de todo: “Amar al pecador, odiar el pecado”, uno de los greatest hits del catolicismo en los ’80 y ’90 al referirse a la homosexualidad, suena más a cachetazo zen que a política sensata en el momento en el que el sida mataba a la gente como a moscas.
Si la propuesta de Francia fuera aceptada, agrega la Iglesia, se “pondría en la picota a los países que no consideran ‘matrimonio’ las uniones homosexuales”. Los gays buscan redefinir el matrimonio, piensa la Iglesia. Lo cierto es que son los heterosexuales los que lo han redefinido. El matrimonio hoy puede ser civil o religioso, incluir o no hijos, durar para siempre o hasta el divorcio, etc. Dentro de esta redefinición ha dejado de tener sentido excluir a las personas gays. Dicho de otro modo: el matrimonio facilita la administración financiera de la familia, crea un vínculo sólido entre cónyuges validado jurídicamente y celebrado socialmente y, sobre todo, designa un responsable principal del cuidado de una persona en momentos de debilidad. Nada define más cabalmente la validez de un matrimonio como el ir en socorro, el quedarse en vela y el sostener la mano del que convalece; nada sella su fin como el abandono en el momento de la intemperie. No es casual que el reclamo por el derecho al matrimonio aparezca poco tiempo después de la epidemia del sida, que la comunidad gay sobrevivió gracias al comportamiento responsable y al cuidado mutuo y luchando contra las leyes que los desguarecían en vez de protegerlos (los miles de casos de cónyuges a los que se les prohibió visitar a la pareja enferma en el hospital o que fueron desalojados de la vivienda compartida por la familia del muerto, etcétera).
Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de la tradición del matrimonio? La palabra tradición es engañosa: sugiere un núcleo fijo, antiguo, sólido. Pero el matrimonio como institución es hasta cierto punto elástico: acompañó la creciente democratización y la ampliación de derechos de distintos grupos (las mujeres, las minorías raciales), y es por esa sincronía con los grandes movimientos tectónicos de la historia que sobrevive como institución central.
Cuando una institución como la Iglesia se piensa como conservadora, debería plantearse qué se pretende conservar. Si el matrimonio como institución hoy está perdiendo vitalidad no es porque los homosexuales pretendan tomarlo por asalto, sino porque muchos heterosexuales se divorcian o deciden no casarse (las uniones civiles, inicialmente pensadas para parejas del mismo sexo, terminan siendo usadas fundamentalmente por heterosexuales que buscan pactos más elásticos que el matrimonio). Agregar a una institución ya percibida como anticuada y rígida la marca de la exclusión es un despropósito.
La política de barricada genera los mismos peligros que una guerra: se empieza a veces por razones sensatas, pero pronto son reemplazadas por la necesidad de sostener la barricada a cualquier precio. O mejor dicho, un precio específico: el sacrificio de las razones originales, esas que hablaban de amor y respeto al prójimo.
* Escritor.
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