Por Fer Vilardebó
No lo digo: algo me avergüenza. Me sé incomprendido. Y a veces pasa. El secreto se me escapa y como me apasiona, cuando empiezo, no paro. Y hablo, y relato, y escribo e invito y seduzco. Y entonces sobrevienen las evasivas, el rechazo. Y me inhibo (un poco nomás), y comprendo, sigo solo.
Tengo un placer oculto: gozar con cierto sufrimiento que no es masoquismo. Existen distancias. Enormes distancias que recorro corriendo.
Llevo una planilla donde anoto prolijamente día a día la distancia recorrida. Llevo anotados, hasta hoy, 2123 kilómetros desde el 1º de enero.
¿Y porqué corro? Porque soy egoísta, porque busco la magia. Encuentro la alquimia que se produce cuando el corazón y los pulmones sobreexigidos durante un tiempo continuo se estabilizan y el cansancio desaparece, y el panorama se abre. Y los músculos, acostumbrados al esfuerzo, se distienden y son amables y potentes e incesantes en su avance.
El corazón bombea más fuerte que nunca, los pulmones dan aire para lo que haga falta, y el cerebro: el gran placer es el cerebro. El cerebro da su festín, para nosotros dos solos: él y yo. Con el corazón, los pulmones y los músculos en piloto automático, el soberano es cerebral.
El cerebro es único, trabaja solo, todo para mí y está adicionalmente irrigado. Y entonces los pensamientos son maravillosos: deliciosos, ilimitados en forma y contenido, suntuosos, eróticos mientras pasan y pasan los kilómetros. Y con ellos los mejores parques de la ciudad, la costanera, los árboles floridos (ahora el glorioso lapacho rosado), alguna calza más que atractiva, el río color león, el sutil aroma de los choripanes y otras preciosuras que nuestra ciudad nos reserva.
Pocos momentos puedo disfrutar –tan en exclusiva– de mi órgano más potente. Y es corriendo, donde solos –él y yo– somos dueños del mundo. Pero esto es un secreto. Un placer secreto que a veces –sólo a veces– confieso.
* Lector
Los lectores que deseen colaborar pueden dirigirse a
[email protected]