PLACER › EL LENGUAJE DEL WHISKY
En la punta de la lengua
Maltas, blends, algas, medicinales, barriles, turbas, granos: el lenguaje acompaña el placer de beberlos, permite distinguir lo que se toma y presta una agradable dimensión de charla a eso del vaso en la mano.
Por Sergio Kiernan
”Me encanta que sea tan medicinal”, dijo el de anteojos.
“Vos porque estás enfermo,” se encerró el de barba. “Lo bueno es que sea peaty. Un toque de algas, ¿no?”.
Ni le contestó. Estaba con la boca llena y mirando al trasluz el vaso, que contenía un whisky ambarino tirando a oscuro. El de barba lo imitó, giró un poco su vaso e insistió, cabezón: “Algas, algas”.
Ni locos ni ebrios, al menos todavía. Los dos amigos disfrutaban de una dimensión agregada a eso de tomar líquidos complejos y caros, la de sanatear y expresar sus sensaciones en el exacto idioma de los espíritus destilados. Es una lengua con algunos conceptos básicos, varias palabras en inglés y un par de distinciones que hay que mantener a cara de perro.
Para empezar por el principio, el nombre de la bebida. Da igual escribir whisky, whiskey o whiskie: esnobismos aparte, todos se pronuncian igual y son la milenaria deformación de uiscea beata, mal latín por “agua santa” que se pronuncia, a la antigua, “uískea beata”, lo que en inglés suena a “uískia beata”. Ergo, whisky, con la beata que se fue de paseo. Por costumbre más que nada, los escoceses tienden a escribir whisky o whiskie, y los irlandeses y americanos whiskey. El plural es siempre whiskies.
Después viene la distinción entre blend y malta simple (o single malt). Sencillamente, el blend o blended es un whisky mezclado o cortado, en el que participan hasta 100 destilados diferentes. El de malta simple es una criatura honesta que consta de un destilado solito y de cebada, sin participación de nadie más. En el blend se mezclan whiskies diversos -esto es, destilados de cebada– y destilados de otros granos, o solamente whiskies. Además del evidente cartelón que todos le ponen a las maltas, la otra manera de distinguirlos es por el nombre: los blend tienen nombres de fantasía, las maltas siempre llevan el nombre de la destilería.
Los blend se pueden producir de muchas maneras, pero las maltas son más estrictas. Se destilan en unos calderones –los pot stills– de cobre y con forma de cebolla, como la torre de una iglesia rusa. Como todo esto se hace francamente a ojo, cuando una destiladora vieja se rompe o amenaza dejar de funcionar se la copia minuciosamente, con abolladuras y todo, se la reemplaza y se reza para que todo salga igual que en los últimos dos o tres siglos. Hay quien jura que el sedimento centenario de estas máquinas mejora el sabor y que las nuevas no sirven por varios años pero, ¿quién es uno para asegurarlo?
Para hacer un blend, se mezclan estas maltas simples con destilados de granos o grain whiskies, que se hacen con maíz y trigo. Los canadienses y los americanos tienen whiskies tradicionales, como el bourbon, en el que estos grain whiskies son protagonistas: son como los blend, pero con la receta al revés y la cebada en el asiento trasero.
Lo que sale del destilador no es todavía whisky, porque faltan los tres años mínimos obligatorios de añejamiento en madera para que pueda asumir ese nombre. En Escocia hasta tienen una ley prohibiendo que se use el nombre si no se certifica la larga siesta en barril. Clandestinamente, o caseramente, se bebe el destilado directo de la máquina: se llama poteen y es un veneno fierísimo, sólo apto para cabezas fuertes. Si lo duda, la próxima vez que vaya a Irlanda dése una vuelta por un pub rural y pídalo discretamente.
La mayoría de los whiskies de corte tienden a ser más vale suaves. Más o menos interesantes, con amplias variaciones en color y sabor, ninguno alarma ni voltea. No es el caso de los de malta, que recorren toda la escala del suavísimo Glennfiddich, apto para esas señoras que “nunca toman whisky pero con este sí”, al francamente extraño Laphroaig, que parece una sopa de mariscos etiqueta blanca.
A ojo de buen cubero, hay tres grandes categorías de sabor en materia de maltas, que describen las tres principales sensaciones que causan al tocarnos. “Medicinal” es una palabra-paraguas para los whiskies con sabor a humo, a turba o en ciertos casos a algas. Como es fácil de entender,este tipo de sabor se siente antes mismo de tomarlos, al acercar la nariz al vaso. “Briny” o “salados” son los whiskies con dejo marino, como a agua salada, muchas veces con cierto olor a humo de madera. “Peaty” o “de turba” son los que tienen sabores más suaves a humo. Estos olores desaparecen con el hielo y se agigantan con un chorrito de agua fría, manera canónica de beber un malt.
¿De dónde salen estos sabores? El humo suele venir de la madera del barril donde envejecen y en ciertos casos de la costumbre centenaria de secar el grano antes de destilarlo usando calderas a madera. La turba tiene dos orígenes: por un lado, las calderas secadoras que lo usan de combustible barato y disponible; por el otro, el uso de aguas que pasan por terrenos de turba y adquieren un dejo. Lo del mar y las algas viene del agua, sobre todo en las pequeñas islas de las Hébridas, donde todo es salado, y de los almacenes frente al mar donde se estiban los barriles para su envejecimiento.
Esto, claro, no es todo. Hay whiskies con ecos de jerez, porque se añejan en barriles usados, comprados en España cuando terminaron su vida útil conteniendo jerez, o con gusto a vinos, por el mismo sistema con las vinerías francesas. Y hay las diferencias entre productos de las tierras altas, de la costa, de las islas, de Irlanda, de Canadá, de Kentucky y, agarrate, de Japón. Pero para los amigos de este bar, eso es una exageración: hablar tanto no dejaría tiempo para concentrarse en lo que se está tomando.