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Verde pulmón

Por Andrea Albertano*

Hay un interruptor que me abre las compuertas de los sentidos cuando el sol despunta en el horizonte y le presta al paisaje sus pinceladas verdes. Algo parecido a la felicidad, al placer del tacto, de la vista, del olfato.
Los matices amarillos de los álamos, cuando el otoño se despereza y muestra su sello en las montañas, habitadas por lengas al rojo vivo, incendiadas de su propia luz, tan cercanas al color que debe tener el infierno y con esa magnitud de paraíso.
La felpa del revés de una hoja se parece al vello que nace cuando empieza la cola. ¿Quién le puso el nombre al terciopelo? ¿No fue acaso la piel del durazno la que inauguró esa sensación de escalofrío de los dedos?
Caminar descalza por una playa, poblada de los agujeritos que dejó la lluvia. Hundir lentamente los pies cuando el mar se despide para volver a llenar de sal, espuma y caracolas el cuenco que quedó bajo mi anatomía impávida, sorprendida ante el goce breve de cosquillas, de frío.
Meterse en un sombrío bosque, permitir que las ramas rocen con candor mi cara, en una caricia que se asemeja a tu caricia, en un abrazo que se parece a tus abrazos, porque esos árboles me dan abrigo, me dan sombra, me acunan en la intolerante saciedad de su cobijo. En la intolerante y desacostumbrada, para mí, benevolencia de la oscuridad, del silencio, por la triste y solitaria razón de ser de ciudad, de asfalto y piedra. En esa oscuridad, tengo la esperanza del sol, que espía, se entromete, muestra que la vida sigue, se impone. ¿No es acaso el brote de una semilla un grito de esperanza?
Pisar el césped de un jardín, mirar cómo echa raíces un brote pequeño de una enredadera en un vaso de vidrio. Saber que un poroto se partirá en dos para darme la ilusión de una planta. Oler una magnolia, cortada desde una autopista, como un pecado a su vida, en un arrebato egoísta.
El goce de la naturaleza se parece al placer de tenerte. Se le asemeja en la envolvente sensación de la caricia, en el despertar de todas las sensaciones. Un orgasmo sin vergüenza.
Nadie sabrá de mi goce, egoísta y absoluto, cuando esté sentada frente a un arroyo y vea, en la otra orilla, esos eucaliptus, el sol que cae sobre un trigal. Nadie se lo imaginará, mientras con una mano acaricie tu mano y, con la otra, lleve hasta mi nariz, huela, me exciten las hojas de un hinojo que le sirven de casa a una familia de mariposas.
* Lectora.
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