Por Alejandro Castro *
En mi casa, tengo una pequeña ventana que mira hacia el norte. Esta noche, ahora mismo, en la constelación de Bootis la estrella Arcturus a unos 35 grados está frente a mí y el tintineo naranja-amarillento que veo me llega después de los 36,7 años luz que nos separan.
El Guardián del Norte representa, en la leyenda clásica, al pastor inventor del arado e hijo de Deméter. Para los antiguos chinos, Arcturus era uno de los cuernos del dragón. ¿Que verían los hábiles astrónomos aztecas e incas en esta constelación donde el semicírculo de la Corona Borealis era para los griegos una corona que Dionisio arrojó a los cielos para cortejar a Ariadna? Los propios ojos no bastan, pero fueron suficientes hasta el siglo XVII para quienes cruzaban, como hoy yo la noche, y justificaban los portentosos acontecimientos del cielo mediante leyendas y fábulas. O para quienes reverenciando la belleza del firmamento se hacían poetas y reflexionando acerca de sus misterios se hacían filósofos. Los ojos. Los mismos instrumentos que usaban los marinos para ver las estrellas que los guiaban hacia puertos seguros y descubrimientos fabulosos.
Disfruto de mi afición a la astronomía porque me gusta la noche y el silencio. Reconocer las distintas constelaciones y el movimiento de los astros. Asistir a su inmenso espectáculo de nebulosas y galaxias. El lento vagar de los planetas.
Ya vendrán, en tiempos mejores, los binoculares y telescopios. Ahora en las noches de verano, me siento frente a mi ventana esperando ver aparecer detrás del edificio del club Gimnasia y Esgrima a la estrella Betelgeuse en la constelación de Orión mientras pienso que mi amiga Natasha en Nueva York está con Polaris. En las noches de invierno, como ésta, me despide de este viaje la aparición de la estrella Altair, la única de la constelación de Aquila que el reflejo del cielo de la ciudad me permite ver.
* Lector.
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