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Arme su propia historia
Una muestra de fotos de mujeres tomadas por Alejandro Witcomb entre fines del siglo XIX y principios del XX permite un juego distinto para cada espectador: poner las palabras ausentes en las tomas y armar la historia particular de estos retratos, imaginando un antes y un después del instante en que se mira a la cámara.
Por Sonia Santoro
La propuesta de La mujer y la familia a través de la cámara de Witcomb podría pensarse como el recorrido encarado por Roland Barthes por las fotos de su madre muerta (La cámara lúcida, Paidós): un recuento de fotos viejas, de esas que la abuela tiene guardadas esperando que alguien les quite el polvo, la humedad, y empiece a ver.
No hay riesgo en esta muestra de alterar el epígrafe. Al contrario, las imágenes parecieran estar a la expectativa de que alguien se las apropie y las rellene con una historia del árbol genealógico personal. Porque sólo unas pocas fotos tienen un escueto “M. Holterhoff” o “Sr. Rentaría” debajo. Y todas “esperan su explicación o falsificación según el pie”, concede Susan Sontag (Ante le dolor de los demás, Alfaguara). Sontag se refiere al error de Virginia Wolf de pensar que las fotografías de la guerra –sobre las que reflexionó en Tres guineas en 1938– hablaban por sí mismas, sin necesidad de epígrafes, desconociendo que basta con alterar el pie para que las fotos puedan decir una cosa u otra, ser usadas como pruebas a favor o en contra de cualquier argumento.
En el ámbito privado las cosas parecen no ser muy distintas. Veamos.
“Madre con sus hijas” podría llamarse una fotografía situada entre 1906 y 1907, en que aparece una mujer vestida de negro, de perfil, entrelazando con su brazo izquierdo a una niña y alargando su mano derecha hacia una adolescente, en una especie de ofrenda. O “novias melancólicas”, la serie de mujeres de blanco que quisieron guardar para siempre el rostro de la boda. ¿Existieron esas novias con mirada perdida, paradas junto a una silla o sentadas bien erguidas en los años ‘20? Las fotos dicen que sí, que fueron reales. ¿Pero esas fotos nos mostraran a esas mujeres “tal como eran ellas”? ¿Eran ellas como sus guantes, garantes de que no quede un solo centímetro de piel al descubierto? ¿Y qué desearía esa novia de rodete adusto, mirando de medio perfil, seria y con los puños cerrados sobre una falda que oculta hasta sus pies?
Cinturas de avispa
Una no puede dejar de hacerse preguntas frente al pasado ignorado. El tiempo en que nuestra madre se ríe de una manera desconocida, en que nuestra abuela es una joven de cintura remilgada y la bisabuela una niña jugando al diábolo. “En cuanto a muchas de estas fotos, lo que me separaba de ellas era la historia. ¿No es acaso la historia ese tiempo en que no habíamos nacido?”, dice Barthes. Para agregar: “La historia es histérica: sólo se constituye si se la mira, y para mirarla es necesario estar excluido de ella”. Leemos nuestra inexistencia o existencia fuera de la historia en esos vestidos, en esos rodetes, jopos y rulos que se vendían en la perfumería Nogués a la friolera de 4 y 6 pesos; en esas mangas abombadas, las faldas campana terminando en una cola, las blusas de género de lencería con cuellos subidos, las botitas cerradas con botones a un costado y el infaltable corsé posibilitador de la cinturita de avispa. Una mujer encorsetada –como las que se vendaban los pies en China– era una mujer que podía darse el lujo de estar ociosa y ser mostrada. Y ahí estaban ellas, vestidas para la sesión de fotografía en el taller del prestigioso fotógrafo de los presidentes. Estáticas, pudorosas, sin saber qué hacer con sus manos; luchando para sostener a sus bebés erguidos. Sin atreverse, hasta bien entrado el siglo XX, a mirar a la cámara y menos a sonreír.
Sonrisas despiertan las “Srtas. Bagley (1893-1898)” ante el visitante extemporáneo –¿o qué deberían provocar estas fotos?, porque no todos sentimos, vemos lo mismo–. Tres mujeres adultas lucen sombreros negros de plumas tan aparatosos como un gorro de Mickey. Entre ellas, hay dos chiquitas rubias con sombrero blanco. Todas las miradas van a distintos puntos y ninguna parece muy a gusto con la situación.
Esas primeras fotos eran casi como cuadros, con los modelos delante de fondos pintados o telones; y los fotógrafos usando andamios y retocando la imagen en busca de algún criterio estético. “Hemos visto los retoques, esas cinturitas no existían”, cuenta Myriam Casals, jefa del Departamento de Documentos Fotográficos del Archivo General de la Nación, encargada de la recuperación de la colección. El photoshop del siglo XIX era acuarela negra usada con destreza.
Una foto, cuatro acres
Las fotografías del inglés Alejandro Witcomb repiten biombos, mesitas redondas, pieles y alfombras. El hombre había iniciado sus actividades en 1878, al instalar su estudio de fotografía en la calle Florida 364, para convertirse pronto en el punto de encuentro de la elite social porteña. En él se retrataron las personalidades más importantes. Entre ellos, Miguel Juárez Celman, Pedro Goyena, Lorenzo Varela, Mercedes C. De Anchorena, y Mercedes y Leonor Guerrico. Y todos los presidentes argentinos, hasta 1970, cuando el estudio cerró definitivamente. Por eso Silvia Fajre, subsecretaria de Patrimonio Cultural del Gobierno de la Ciudad, propone degustar las fotos como “obras artísticas indiscutibles, porque el estudio de Witcomb fue uno de los más valiosos, pero también por su valor documental, al mostrar cómo fueron las mujeres y el mundo casi íntimo de una época de la Argentina”.
En el total de los 250 mil negativos existentes de Witcomb, entre los que abundan las fotos públicas, se enmarcan estos registros de la vida privada, donde las mujeres eran protagonistas. ¿Quiénes eran esas mujeres anónimas? “Para hacer una foto en esa época tenías que ser de clase alta. En 1880, a la foto la tenían que mandar a revelar Francia y a Estados Unidos, y costaba unos 4 acres de tierra. Por eso no hay obreros, no hay negros. Estas son todas fotos con encargo y de estudio”, explica Casals.
Vestir de negro era bastante común entre las mujeres. El luto era tan extenso que llegaban a casarse de ese color. Y la muerte era en sí misma un acontecimiento fotográfico. Una foto fechada entre 1900 y 1905 muestra a una familia ampliada. Todos de impecable y tirante negro. No hay gesto en esas caras que lloran al ser querido, que las diferencie de los rostros de otras fotos. La fotografía era un momento solemne.
La muerte atraviesa la fotografía desde muchos sentidos. A decir de Barthes, parte de su impacto deviene de la constatación del espectador de que se encuentra frente a algo que ya “ha sido”. Y que ya no será. La fotografía es, asimismo, una instantánea privilegiada para el recuerdo.
En la serie “teatrales” aparece una mujer de cachetes ondulantes y ropa vaporosa que oculta la figura. Es una actriz o una cantante de ópera, que bien podría haber salido de Moulin Rouge. Lleva un sombrero tipo D’Artagnan, pelo encrespado y rubio, un lunar seguramente pintado en la mejilla derecha y la punta de un abanico cerrado al lado de la comisura izquierda. Ella es la única mujer de la muestra que se atreve a esbozar una semisonrisa a cámara. ¿Será esa su última foto? En la memoria quedará congelada como una mujer divertida. ¿Sería feliz? El epígrafe podría decir: “mujer de cabaret”.
Hasta el 18 de agosto en la Sala Ana Díaz, de la Casa de la Cultura, Av. de Mayo 575, 1° piso.