Por Claudio Zeiger
Conmovido por la repercusión epistolar provocada por mi equívoca reflexión acerca de las delicias después del trabajo, vuelvo a escribirles, camaradas del placer, navegantes del gozo, estas escuetas líneas.
He recibido misivas de lectores contando sus experiencias de Estados Unidos, Sydney, criticando la confusión entre after hour y happy hour, diciendo que no me haga el modernito porque lo que digo se puede reducir a una vieja institución argentina como el cafecito con amigos en un bar. En fin. No quiero entrar en polémicas estériles. Los lectores me han revelado una faceta agazapada detrás de mi supuesto placer por el ocaso y el relax después del trabajo: el consumismo. Y esto ya no parece ser placer sino vicio. Por eso se los confieso en esta sección que versa “sobre gustos”. El gusto es inimputable, decía una vieja, ¿no? Y sí: me gusta consumir. Me apasiona gastar plata en comidas, picaditas, bebidas, traguetes. No me gusta pasarme tres horas en un bar tomando solamente un cafecito. Me gusta la comida abundante, picante, peruana, y que no falte el vino en las reuniones. Me gusta proponer otro brindis y tener muchas cubeteras en la heladera. Y tomar mucha agua si tengo sed. Y si se me acusa de derrochón, puedo decir que si uno despoja al gasto de lo superfluo –la música fuerte, las mozas inútiles, el pochoclo húmedo– y paga sólo por lo que vale la comida o la bebida, no sólo bien pago está sino que es mucho más barato. Por otra parte, se trata de gastos colectivos. Siempre es mucho más barato pagar entre varios. La fiesta, lo colectivo, no sólo tiene la misma virtud que el sexo (se conoce gente) sino que es más económico.
No creo que haya que denostar al consumismo porque sí. Creo que hay que ser consumistas inteligentes. Consumir es cultural. Hace bien. Así que retomo y mejoro algo dicho más arriba: se trata, en definitiva, de convertir un vicio en un placer. Y eso, además de ser un placer, puede ser un interesante desafío.
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