PSICOLOGíA › ANáLISIS DE UN SENTIMIENTO NORMAL... O PATOLóGICO
Para el autor, los celos, además de ser “una cólera que se manifiesta por la violencia o el silencio”, son también “un duelo a repetición, puesto que en cada acceso de celos el sujeto vuelve a perder su objeto”. Envuelven tanto “la furia de la desposesión” como “el placer logrado con el sufrimiento” y son “el correlato narcisista del riesgo de amar”.
› Por Paul-Laurent Assoun *
Al principio es un afecto, una cólera que se manifiesta mediante la violencia verbal y física o el silencio malhumorado, vinculado con una situación frustrante, de angustia y de agitación. En tanto afecto, los celos inciden intensamente en el cuerpo. El que experimenta celos siente un nudo en el estómago, provocado por la lucha cuerpo a cuerpo con ese otro que se desdobla, frente a quien siente simultáneamente hostilidad y una dolorosa cercanía. A partir de ese verdadero síntoma somático, organiza sus pensamientos y movimientos en torno de los pensamientos y movimientos del objeto amado o, al menos, investido de un interés libidinal. Se muestra más que preocupado por sus idas y venidas, por sus movimientos, sus emociones, sus encuentros, en suma, por el empleo de su tiempo, ya que sospecha que ese ser amado es capaz de organizar su pensamiento y su acción en torno de una esfera ajena, en un medio de tentaciones donde se producirá el encuentro fatal con algún pérfido seductor (o con alguna fatal seductora), cuyas maquinaciones imagina.
Para el que experimenta celos, todo consiste en poner de manifiesto los “falsos pretextos”; en suma, debe develar la “comedia del amor” que se hace pasar por el amor verdadero: se trata de de-senmascarar su impostura. Existe, pues, en los celos, la idea de algo oculto que hay que investigar. Esto implica estar “en la cabeza” –y en la libido– del otro en supuesto estado de disimulo crónico y organizar una serie de hipótesis acerca de sus acciones. Los celos son una forma de especulación, de exploración sin fin del “mundo de los posibles” (Proust). El celoso quiere saber por todos los medios de los que dispone y que suscita (no carece de ingenio en este campo) qué se trama en torno del objeto amado y lo que esta persona-objeto puede urdir, aun a sabiendas de que esa acción puede dañar profundamente sus intereses. De ahí el giro persecutorio: el celoso está persuadido de que eso “recae” sobre él, pero participa activamente en la puesta en escena fantasmática de ese gozo enemigo y obsceno. Está obsedido por la traición, vía la infidelidad, y procura detectarla en su cortejo de mentiras, tapujos y medias palabras. En suma, el celoso se halla mentalmente sobreocupado con las acciones del otro, asediado por pensamientos de poder casi alucinatorio.
Las confesiones de la supuesta falta tienden a ser logradas ya sea delicadamente, por medio de lo que Proust denominó con elegancia “charlas de investigación” (Marcel Proust, Albertine Disparue), o por medio de enérgicos interrogatorios, durante accesos de ira celosa orientados a hacer de-sembuchar, lo que Paul Bourget llama “ataques agudos de celos” (Paul Bourget, Physiologie de l’amour moderne). En ese juicio constante –juicio que puede ser “de las intenciones”, pero que para el caso vale como de condena– se trata de hacer confesar el delito; el verdadero cargo sería que el deseo de la (del) otra(o) se encontraría en otra parte; tarea delicada pues es suponer que la sospechosa, o el sospechoso, sabe lo que él desea... En última instancia se trata, para el celoso, de esclarecerlo acerca de sus sentimientos ocultos, de hacerle reconocer de manera inquisitorial su verdadero deseo que lo orienta hacia el otro.
Se advertirá, pues, la combinación de la influencia posesiva y la fragilidad de la reivindicación: el celoso es un propietario tanto más autoritario y dictatorial en la medida en que experimenta el carácter precario y revocable de su posesión. También se ve el contraste entre la certeza íntima de una expoliación afectiva, de la que sería víctima, y la locura de la duda, de una incertidumbre erosiva. El apogeo de ese goce mórbido radica en el momento de la confirmación: “¡Bien que lo sabía!”. Busca el “flagrante delito” temiendo más que nada el descubrimiento de su infortunio, lo que abre las compuertas a un “flagrante delirio”.
Finalmente, se notará que los celos, lejos de reducirse al afecto, se orientan hacia el hecho mismo del perjurio. El celoso se enfrenta a ese sismo simbólico de encontrarse frente a otro cuya palabra deja de ser confiable y cuya promesa de fidelidad, proferida o tácita, ya no se sostiene. De ese modo, los celos ponen de manifiesto el engaño como acto de lenguaje. En la desconfianza que organiza la sospecha celosa, el significante deja escuchar la des-confianza, señala la entrada en crisis de los esponsales con el objeto amado.
La posición freudiana frente a los celos comienza con esta comprobación: se trata de un afecto normal, o sea, común. Hablar de “celos normales” no significa reducirlos a lo trivial o a alguna norma: es arrancarlos al portaequipaje psiquiátrico de los celos mórbidos y, al mismo tiempo, establecer sus rasgos, cuya exageración patológica confirmará la morfología. Al hacer esto, Freud rompe claramente con la reducción de los celos a una morbidez, punto de vista por lo demás vinculado con una problemática médico-legal. Supera así el corte entre vivencia popular y discurso docto para recolocar tranquilamente los celos en el centro de la vida psíquica, de la que resulta uno de los rasgos más salientes.
Recordar que son un afecto normal es significar que los celos no son reductibles a un capítulo de la psicopatología. Los celos son un sentimiento en el cual, una parte es consciente y la otra, inconsciente. El sujeto experimenta sus celos directamente, a más no poder (incluso los vive a fondo), pero desconoce el acontecimiento inconsciente que recubre ese afecto.
Incluso Freud va más a fondo: si ese afecto de celos parece ausente, se debe a que habrá sido reprimido. Por lo tanto, virtualmente, un ser desprovisto de celos no existe, pero siempre es lícito sacarlos a la luz. Una pregunta, de paso: ¿cómo se expresan los celos sin afecto consciente? Pues el celoso se siente como tal, experimenta a sabiendas las ansias de los celos, angustias, en un clima de gran pavor y horror. ¿A qué se parecen unos celos en estado reprimido, es decir, sin vivencia consciente de estar celoso? Puede ser, como se verá, un afecto ciego, de manera que un sujeto que no se siente necesariamente celoso puede actuar como tal accionando, sin saberlo, los engranajes de los celos. Tal vez los celos fríos sean los más virulentos y los que den la clave de los actos enajenados.
Los celos como relación con el objeto serían un correlato del duelo, con la idea de algo que le era debido al sujeto, que le ha sido prometido y luego quitado con engaño. Duelo y celos son reacciones normales en caso de pérdida, aunque el duelo viene luego de la pérdida, mientras que los celos la anticipan. Quien experimenta el luto se relaciona con un objeto perdido para siempre; el celoso se halla amenazado por un duelo entrevisto y que comienza incesantemente, un duelo que él suscita y crea. La tan flagrante rivalidad bien podría estar en segundo lugar en relación con el duelo, con un duelo a repetición, puesto que en cada acceso de celos el sujeto tiene la viva sensación de volver a perder su objeto.
El celoso reacciona ante la pérdida entrevista; produce un duelo tanto activo como imaginario; confunde su duelo (como otros su deseo) con la realidad. Hay que recordar el núcleo depresivo del estado de celos, eclipsado por la violencia de su querulancia. En el centro de los celos existe una denuncia: el sujeto deplora ser despreciado, abandonado, rebajado en beneficio de un tercero al que hay que identificar.
Los celos adquieren todo su alcance referidos al narcisismo o al amor a sí mismo. El yo se muestra herido por los celos, los vive como humillación, con lo que esto implica de rebajamiento e impotencia. Los celos son el correlato narcisista del riesgo de amar.
Los celos son, pues, una autodeploración. El celoso clama su perjuicio y no deja de generar argucias para sustentar ese sentimiento, para poner de alguna manera la realidad en consonancia con ese sentimiento de pérdida perjudicial preexistente a la defección del objeto. Contrariamente al héroe, que puede ser impunemente traicionado, el celoso brama su infortunio como si padeciera una llaga purulenta. Es un Narciso herido.
Pero, además, el celoso detesta al otro, al supuesto detentador mediante engañifas de su objeto, al que le infligió la herida. De hecho, la cólera se encuentra en el centro del afecto celoso. Es su dimensión de odio, de resentimiento. Incluso el propio objeto amado termina por ser detestado. Los celos contienen y revelan esta ambivalencia visceral hacia el objeto, tanto detestado como amado, odiado porque se lo ama. En efecto, existe odio en el centro de los celos. Este odio celoso marca la “legítima defensa” del yo frente a sus intereses lesionados.
Esta vertiente violenta contiene el germen de la agresión, incluso del llamado crimen pasional. Se advierte, pues, que lo que “impulsa al crimen” es la furia ante la desposesión.
Hay otro rasgo, sin duda el más oculto, pero que no debe desconocerse: el sujeto presa de los celos sospecha en su fuero interno, junto al hecho de ser injustamente traicionado, haber tenido algo que ver en su infortunio. Mientras inculpa hoscamente al otro, se siente en alguna parte de sí mismo como responsable. Dicho de otra manera, en los celos existe un fondo de autorreproche. Por lo menos es una autocrítica: “¡Confiésate que en el fondo te lo buscaste!”, o, por lo menos, “¡No hiciste todo lo que podías hacer para evitarlo!”.
Es una sensación tanto más dolorosa en la medida en que es desconocida por el (la) interesado(a). El sujeto celoso es reacio a confesarse su implicación; resulta sensible sobre todo a las supuestas culpas del otro, lo que reprime a un segundo plano su culpabilidad, tanto más torturadora en cuanto es tácita. Mejor aun: se puede sospechar que esta autoculpabilidad desconocida es la que atiza el reproche. La culpabilidad inconsciente (de sí mismo) se desarrolla a la sombra de la culpabilización consciente (del otro). Digamos que el celoso se tortura al torturar al otro infiel: ambos, él y el otro, se cuecen sobre las mismas ascuas. En ese sentido, los celos fortalecen el vínculo en una dimensión sadomasoquista. Se puede comprobar que en tales parejas los celos resultan el medio masoquista más eficaz para establecer la vinculación. Se puede sentir claramente la complacencia celosa, el placer logrado con el sufrimiento.
* Texto extractado de Lecciones psicoanalíticas sobre los celos, de reciente aparición (Ed. Nueva Visión).
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