PSICOLOGíA › “COSAS RARAS” DE LA PULSIóN Y OTRAS CUESTIONES
¿Qué es esa satisfacción, en los bordes del cuerpo, donde “uno se concentra como si fuese un concierto”? ¿Por qué esa “mirada que coagula, mirada que atrapa, de la que uno no se puede despegar”? ¿Qué pasa cuando “un padre ejerce el goce de la voz”? ¿Por qué las agendas viejas son decepcionantes? ¿Cuál es el ancla que consiguieron Mozart y Borges? Y otras cuestiones desde el psicoanálisis.
› Por Isidoro Vegh *
Con la pulsión pasan cosas raras. Cuando decimos pulsión oral, por ejemplo, hay una fuerza, un empuje que no funciona acorde con las reglas de una biología pura, que sólo estuviera comandada por el orden de la vida. Yo planto trigo, pongo los fertilizantes, hay sol suficiente y el agua necesaria, el trigo crece, proporciona sus granos. El ser humano come todos los ingredientes que necesita, una dieta balanceada, sabe qué es necesario, termina de comer, ¿y qué hace?: “¿Tomamos un cafecito?” “¿Y una copita de coñac?” “¿Querés un cigarro?” “¿Lemoncello?” “Bueno, es el Día de la Madre, brindemos, champagne.” “Yo traje una tortita.” Entre una cosa y la otra, ya son las cinco de la tarde: “¿Alguien trajo facturas para el mate?”. ¿Qué pasa con ese empuje que, a pesar de lograr su satisfacción, persiste? ¿Por qué persiste?
Tomemos otra pulsión, la escópica: hay goce en el ver. Es grato para un caballero observar a una mujer hermosa; para una mujer, a un caballero que le guste; nos gusta ver una buena película. Goce de la mirada. Pero, de pronto alguien va a cenar con una persona que quiere y enfrente hay un televisor y él queda atrapado por la mirada, hasta que: “Vení, sentate del otro lado”. Es el fascinum. Es la mirada medusante, la de Medusa, la mirada que coagula, la mirada que atrapa, de la que uno no se puede despegar. ¿A ustedes nunca les pasó que pasaron por el living, estaba prendido el televisor y quedaron atrapados, y después se preguntaron qué estaban haciendo ahí?
También nos interroga el objeto. Como dijo Freud, el objeto es lo más variable: el menú del restaurante lo testimonia así.
Y tenemos también la fuente de la pulsión. Uno pensaría que la pulsión oral se satisface con la panza llena. No. El genio de Freud advierte que se satisface en el borde de los labios, en el enclave de los dientes; no tiene nada que ver con el estómago, el esófago, la faringe, el intestino grueso, el delgado. Con la pulsión anal, lo mismo. Cuando uno hace sus necesidades cada mañana, ni se entera de lo que se está procesando en el intestino delgado, en el intestino grueso, en el duodeno. El momento de la satisfacción, cuando uno no quiere que lo interrumpan, cuando se concentra como si fuera un concierto, es el momento en que participa el borde anal. El ejemplo extremo de la satisfacción –sólo un genio como Freud pudo señalarlo– es un labio besando a otro labio. Piensen un poco con los términos del ideal higiénico: ¿para qué sirve un beso? Sólo para intercambiar gérmenes. Sin embargo, ¿quién renunciaría a un beso bien dado con alguien que ama, que desea?
Somos vivientes raros. Porque uno ve en National Geographic, con esas lentes de aumento, insectos con cuerpos inesperados, bichos raros. Pero si ese bicho viera las cosas que hacemos, diría: “Esta gente sí que es rara. Se enfrentaron, se mataron tantas veces, llegan a poner en riesgo su propia supervivencia...”. Sólo el ser humano hace estas cosas. ¿Por qué? Es que la irrupción del lenguaje, encarnado en el Otro, arruinó el instinto. El lenguaje es la ruina del instinto. Sarmiento –que era genial– se equivocó. “Civilización o barbarie” es: civilización y barbarie. La barbarie no existe fuera de la civilización. No hay sapitos que digan que torturaron por obediencia debida. Sólo el sujeto come lo que le hace mal, no come lo que precisa, come de más, come de menos, sufre de anorexia apátrida –como dice Inodoro Pereyra, defendiendo a su mujer la Eulogia que era gorda–. El lenguaje nos otorga libertad; podemos comer variedad de alimentos, mientras que la vaca sólo come pasto. Pero tendemos a comer lo que nos hace mal. De más o de menos. Perdimos lo que define al instinto de la hormiguita, una fuerza que sabe qué objeto le conviene.
Cuando desde el lugar de un padre se ejerce el goce de la voz, el grito, esa voz no es del orden del dicho. Cuanto más se grita, menos pasa la palabra. La voz llena el vacío del Otro. Conviene destacar que la voz, para que tenga el valor del imperativo categórico, eso que llamamos el superyó sádico, es una voz que va ligada a una palabra que demanda obediencia, que indica un mandato. Pero que no se reduce a ese mandato o a ese dicho. No es –dice Lacan en el Seminario “La angustia”– la voz de la música. Es una voz que va articulada a una orden. Y que se presenta así en la medida en que no está interrogada.
Reconocemos que hay distintas voces. Una es la voz imperativa, la voz del padre, el trueno de Zeus necesario. Pero también es necesario ir más allá de él. Un gran poeta, Vinicius de Moraes, dijo: “El que no escuchó roncar a su padre no sabe qué es tener padre”. Pero a un padre que siempre ronca, ¿quién lo aguanta? Voz imperativa, voz del superyó, voz de la conciencia moral, voz sádica, cruel. Pero tenemos, además, otra voz. Una madre que ama a su bebé, cuando le canta una canción de cuna, le brinda otra voz; no es la voz imperativa del superyó, es la voz del buen amor. Y tenemos, finalmente, la sublimación de la voz, que es la música. La música, tiene, por el hecho mismo de ser la sublimación de la voz, una característica: sólo por proyección le podemos atribuir un relato. Como dice un gran filósofo, Vladimir Jankélévitch, en La música y lo inefable (ed. Alpha Decay, 2005): sí, hay títulos que sugieren: La consagración de la primavera, de Igor Stravinski; Las cuatro estaciones, de Vivaldi; Preludio para la siesta de un fauno, de Debussy; La pastoral, de Beethoven, y tantos otros, pero son tan sólo títulos alusivos. Porque la música, como la voz a la que sublima, no es del orden del dicho ni del sentido.
Cuando el sujeto se encuentra ante una escena en la cual no puede avanzar, es inexorable que apunte para el otro lado, a la regresión. Por ejemplo, ¿quién no perdió alguna vez a un novio, una novia, un marido, una mujer, una amante? Es de lo más común que, en ese tiempo donde se quiebra una relación que para el sujeto ha sido importante, se apele a la agenda, se repasen números viejos. “No tengo recursos para avanzar, pero quiero pasar a algo distinto, probemos con lo que fue.” A veces, pocas, da resultado. La mayoría de las veces produce decepción. Nuestro tango lo dice, aunque “llorón”, bajo la forma del destino inexorable: el sujeto vuelve vencido a la primera dirección de la agenda: la casita de los viejos. ¿Por qué fracasa este recurso? También lo dice el tango. Con una filosofía que no se reduce a metafísica: “La vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”. Agreguemos, como Lacan dice respecto de Hamlet, la vergüenza de haber sido el falo de mamá y el dolor de ya no serlo. Si no lo supera, tal vez busque una mujer que repita a ese Otro primordial. Tal vez no pueda interrogar su atrapamiento y lo viva como la consecuencia de un destino inexorable. Un análisis ayuda al sujeto a que haga de un destino un estilo. Hacer de un destino un estilo implica hacer, del lugar de objeto de goce para el Otro, el lugar vacío que invite a la creación.
El fantasma es un conjunto de significantes anclados por un objeto de goce. Objeto de goce que tampoco es natural: se gesta en los encuentros del sujeto con el lenguaje del Otro. Se gesta en una contingencia, que depende de la relación, desde el comienzo, del sujeto con el Otro. El padre de Mozart le enseñó música desde los dos años, pero respondió un pequeño que tenía talento para la música. Borges nació rodeado por los libros del padre, pero la biblioteca cobijó a un pequeño que en las letras encontró el gusto de su existencia. Ellos fueron guiados por el padre, pero eso se da en muchos casos y depende de una contingencia: lo que llega del Otro y cómo el sujeto responde. Otra historia surge cuando el sujeto renuncia con sus sueños, cuando, ante su incapacidad para avanzar de acuerdo a sus sueños, resuelve invertir el recorrido: en lugar de realizar sus sueños, queda al servicio del Otro. El sujeto se siente degradado, sufre. Es lo que llamamos el antihéroe. Podemos encontrarlo en el monólogo de Anton Chejov “Sobre el daño que hace el tabaco” o en personajes representados por Chaplin o Woody Allen. Suelen ser personajes extremos en los cuales advertimos el riesgo que para cada uno implica ignorar el precio de una pérdida necesaria. Cuando una pérdida no es una desgracia, es una pérdida eficaz. En cambio, cuando el sujeto no paga la entrada, sólo tendrá una función deslucida; más de lo mismo.
* Fragmentos de Senderos del análisis. Progresiones y regresiones, que distribuye en estos días ed. Paidós.
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