› Por Sergio Zabalza *
Los giros del habla cotidiana son materia de interés para quien practica el psicoanálisis, sobre todo cuando los mismos incluyen términos que pretenden establecer la frontera entre normalidad y enfermedad mental. Al desopilante “Síndrome de Hubris” al que un periodista solía apelar, se suma ahora el Síndrome de Estocolmo mentado por el jefe de gabinete Marcos Peña para explicar la enorme adhesión que suscitó el retorno de Cristina Kirchner al centro de la escena política2.
El síndrome de Estocolmo es un engendro discursivo sin asidero ni entidad clínica alguna según el cual el torturado o secuestrado se enamora de su victimario. Se trata de un invento que no tiene entidad diagnóstica propia y carece de todo modelo clínico descriptivo. Tuvo su bautismo de fuego a partir de que una mujer, luego de ser retenida junto a otras personas durante un robo en un banco de Estocolmo, se dio un beso con uno de sus momentáneos cancerberos. En los últimos años se lo volvió a ventilar a propósito de Clara Rojas, la compañera de cautiverio de Ingrid Betancourt, quien tuvo un hijo con un miembro de las FARC. De acuerdo al razonamiento de Peña, las expresiones de alivio y alegría que experimentan las personas por el retorno de la ex presidenta, se correspondería con esta atracción por la tortura.
Lo cierto es que, tras cinco meses de sistemático desmantelamiento de los dispositivos que el estado había dispuesto para el cuidado, protección y asistencia de los ciudadanos; una persecución política inédita desde el retorno de la democracia; el descalabro de las economías familiares –sea por los despidos, la canallesca modificación del impuesto a las ganancias o la inflación–; las balas contra carenciados, militantes y obreros; el cercenamiento de la libertad de expresión; las cuentas y operaciones offshore del actual primer mandatario más un desvergonzado atropello a las instituciones que da por resultado una estafa electoral sin precedentes, vale preguntarse qué factores subjetivos intervinieron para que millones de trabajadores pusieran en riesgo las conquistas obtenidas por la hueca propuesta de un Cambiemos.
Lejos de Estocolmo y otros síndromes, lo que está en juego es el masoquismo primordial que distingue al ser hablante y por el cual una persona soporta amigos que se burlan, jefes maltratadores o pésimos gobernantes sin necesidad de estar secuestrado ni ser sometido a la tortura. Freud brinda una pista: “el precio del progreso cultural debe pagarse con el déficit de dicha provocado por la elevación del sentimiento de culpa”3. La tarea de empoderar a los ciudadanos debe tener en cuenta este oscuro aspecto de la condición humana: el masocrismo (perdón: masoquismo…) primordial.
* Psicoanalista.
1 Debo este neologismo a la lúcida ocurrencia de mi colega Cecilia González.
2 http://www.lanacion.com.ar/1891190-marcos-pena-hay-un-sindrome- de-estocolmo-con-el-kirchnerismo
3 Sigmund Freud, El malestar en la cultura en A. E. tomo XXI, p. 130.
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