Jueves, 29 de septiembre de 2016 | Hoy
PSICOLOGíA › LICEO MILITAR
Por Sergio Zabalza *
Un cadete de cuarto año del Liceo Militar General San Martín está en grave estado a causa de un golpe propinado por otro cadete de sexto año. Según testimonios la víctima, ya había sido sometida a la operación de tortura denominada “calzoncillo chino”, la cual consiste en jalar hacia arriba la prenda de manera que la misma apriete los testículos y otras partes íntimas de la víctima. Esto que ya de por sí es atroz, se torna más sórdido aún, habida cuenta de que estas prácticas cuentan con el peor de los aliados: el pacto de silencio que el temor infunde en todos las personas que conforman el entorno de ese establecimiento educativo, alumnos, profesores, directivos. La estructura jerárquica y piramidal de este tipo de instituciones favorece hábitos sádicos cuya práctica es reeditada año tras año a manera de una compensación que el victimario se dispensa a costa del cadete más novel. Ronda entonces la idea de que el sufrimiento experimentado de manera pasiva en los primeros años es resarcido por el goce que proporciona pasar al rol activo cuanto más pronto se avecina el egreso. No faltan entonces quienes justifican, apañan o toleran este tipo de prácticas con el argumento de que son cosas de hombres que ocurren en esta edad. Además de transgredir los más elementales pautas de civilización el argumento es falso de cabo a rabo. No hay reversibilidad entre activo y pasivo, las personas somos esencialmente pasivas ante las amenazas imaginarias que nos habitan por más que no haya agresores cercanos, de hecho el sádico se detiene una vez que logra la angustia de la víctima. El episodio que nos convoca es más que ilustrativo, el golpe que deja inconciente a la víctima proviene de que el victimario no logra el sometimiento: “Según una declaración de un preceptor, cuando Nicolás –el agredido– se va caminando al aula, Sánchez –el agresor– le grita ‘cuando te hablo, me mirás, date vuelta’”. Nicolás fue desobediente para los códigos secretos enquistados en esa institución educativa, quien se sintió pasivo y ofendido fue el victimario. Las instituciones educativas dejan marcas indelebles tanto por lo que se aprende en el aula como lo que se aprende o inculca en los pasillos o en los recreos, es decir: ámbito formal e informal forman y deforman con igual potencia. Cuando frente a la esencial inseguridad que distingue a la persona humana, un chico aprende a recurrir al sadismo, hay algo que está funcionando muy mal.
* Psicoanalista. Profesor Clínica Psicológica Adolescencia (UCES). Autor de El Lugar del Padre en la Adolescencia (Letra Viva).
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